
por Valerio Arcary
Los Actos por la No Amnistía, celebrados con ocasión de la fecha del golpe de 1964, indican un camino a seguir. Fueron un acierto político; en primer lugar, por lo justo de su línea, pues en ellos se unieron dos banderas que ocupan el centro mismo de la táctica: «Dictadura, ¡nunca más!» y «Cárcel para Bolsonaro». Fueron actos de «vanguardia», en el sentido de que se movilizó a una amplia militancia. La jornada se extendió por todo el país y, en São Paulo, en comparación con las más recientes manifestaciones, los actos se caracterizaron por su fuerza, intensidad y entusiasmo. Todo el mundo salió con la moral reforzada, y eso cuenta. No menos de diez mil activistas salieron a la calle entre las 13:00 y las 17:00 horas, y el desfile hasta el DOI-Codi resultó emotivo. El activismo amplio emergió satisfecho. La gente se miraba con orgullo. Volvimos a las calles y lo hicimos bien.
El hecho de que se hayan imputado cargos contra la «banda de los siete» y de que Braga Netto esté en la cárcel es un acontecimiento histórico en Brasil y alimenta la expectativa de que Bolsonaro reciba una condena. La perspectiva de una victoria afecta al estado de ánimo de la gente. El hecho de que el acto organizado por Bolsonaro en Copacabana no haya tenido mayor resonancia, las repercusiones de la película «Ainda estou aqui» —que se convirtió en herramienta de lucha en la «guerra cultural»—, la convocatoria unitaria lanzada por los Frentes Brasil Popular y Povo sem Medo y la participación de Boulos en los preparativos tuvieron un gran peso. Estuvimos al borde del precipicio en 2022 y, hasta ahora, no hemos invertido el equilibrio de poder. Nadie debe olvidar que estuvimos «cerca».
Queda una lección «granítica»: con la aplicación de una línea correcta, con la unidad al menos de las fuerzas de izquierda más importantes, con la esperanza de que «el día tenga un amanecer feliz» y con una dirección que impulse la lucha e inspire confianza, es posible movilizarse con fuerza, empezando por los sectores más conscientes. No seremos, de hoy para mañana, millones en las calles. Pero esta lucha no será una carrera de velocidad. Será un maratón contra la extrema derecha. Y requiere unidad y persistencia. Necesitamos a Lula y necesitamos ganar tiempo. Necesitamos a Lula para salir de la defensiva y derrotar a Bolsonaro en 2026. Necesitamos ganar tiempo, porque la situación internacional ya ha dejado claro que la confrontación con los neofascistas no terminará en 2026.
Pero si bien esos actos resultaron útiles para acumular fuerzas, no basta esa iniciativa para superar el desafío. Lo más importante es darse cuenta de que la izquierda necesita campañas políticas vinculadas con la estrategia de derrotar a Bolsonaro en 2026. En toda campaña se lucha por un programa. Es ese el sentido del plebiscito de septiembre sobre la imposición de impuestos a los superricos y la reducción de la jornada laboral para acabar con la escala 6×1. Sumirse en el «sonambulismo quietista» es un error. La izquierda, desde sus corrientes más moderadas hasta las más radicales, debe comprometerse con un Frente Único que organice la militancia para la agitación y la propaganda en torno a esos dos ejes, indivisibles, de la lucha por la No Amnistía.
No obstante, si pensamos en la dinámica a largo plazo, lo cierto es que no vamos bien. Por supuesto, la fortaleza o la debilidad del gobierno no depende únicamente de las encuestas semanales de opinión, que son una «regla» momentánea. La correlación política de fuerzas debe evaluarse teniendo en cuenta otros factores; a saber: a) las relaciones de poder entre el gobierno y el Congreso Nacional y el poder judicial, las Fuerzas Armadas, los medios de comunicación; b) la lucha entre los partidos, las disputas en las redes sociales, la guerra ideológica que es la forma contemporánea, en lenguaje gramsciano, de la «guerra de posiciones». Además, la correlación política de fuerzas no es independiente de la correlación social de fuerzas en otro nivel de abstracción más estructural, que son las posiciones de las clases, las fracciones de clase y los grupos sociales; correlación que sigue siendo desfavorable porque la «masa» de la burguesía está en la oposición y arrastra consigo a la mayoría de la clase media, sin olvidar que el sector más acomodado de los trabajadores sigue sirviéndole de caja de resonancia al bolsonarismo. Dicho esto, la caída de la popularidad de Lula no ha sido sólo una ligera fluctuación. Esa dinámica negativa se ha mantenido desde el segundo semestre de 2024. No mejoró tras el desastre del Pix y la presión inflacionaria sobre los alimentos, entre otros factores.
Salir de la defensiva requiere lucidez, valor e inteligencia. Lucidez para evaluar la situación tal como se presenta, sin engañarnos a nosotros mismos. Valor para enfrentarse al enemigo. Inteligencia para adoptar una táctica que abra un camino hacia la victoria. A pesar de que han transcurrido ya dos años desde que Lula asumiera su nuevo mandato, la situación no ha evolucionado favorablemente: la izquierda perdió las elecciones municipales de 2024, la popularidad del gobierno lleva meses en picada y, para colmo, Trump ganó en Estados Unidos. Dos años no son dos meses. Algo en la estrategia que hasta ahora había tenido éxito hubo de fallar en no menor medida. Semejante valoración no es muestra de «impresionismo». La expectativa de que los «suministros» serán suficientes ignora que, aunque la situación económica y la experiencia vivida por las masas importan, no son el único «termómetro» en la lucha de clases. El país está fracturado y las redes sociales son escenario de una «guerra cultural» despiadada e ininterrumpida. Una estrategia que se base únicamente en el «buen gobierno» subestima la «sobrepolitización» de la extrema derecha. El gobierno no debe refugiarse en la «hibernación», o, peor aún, en un «modo vegetal» de fotosíntesis nocturna a la espera de las elecciones de 2026.
La apuesta estratégica del gobierno de Lula por una gobernabilidad «en frío» es una apuesta riesgosa. Hasta ahora no ha funcionado. ¿Funcionará hasta 2026? Semejante opción se basa en el cálculo de que un giro a la izquierda produciría una ruptura en la coalición amplia, lo cual explicaría la decisión del PT de aceptar la candidatura de Hugo Motta por Artur Lira para la presidencia de la Cámara, y de Alcolumbre para la del Senado. Sí, por supuesto, se corren riesgos, pero Lula no debe ser rehén de la mayoría reaccionaria del Congreso. Se equivocan quienes concluyen que ya se ha iniciado un giro a la izquierda con el nombramiento de Gleisi y la presentación del proyecto de reforma del impuesto sobre la renta, con exenciones fiscales en favor de aquellos cuyos ingresos anuales no rebasen los cinco mil reales y tributación de todo ingreso por encima de cincuenta mil reales. Se trata de pasos positivos, pero no puede haber giro a la izquierda sin la decisión de apoyarse en campañas políticas y en la movilización popular. La «división del trabajo» entre los movimientos sociales y el gobierno es una táctica que ha demostrado ser errónea. Los sindicatos y los frentes comprometidos con la estrategia de derrotar a Bolsonaro no son lo suficientemente fuertes. El gobierno es un instrumento de lucha. No hay un «undécimo mandamiento» oculto que prohíba al gobierno convocar movilizaciones, como han hecho Petro en Colombia y Claudia Sheinbaum en México.
Bolsonaro tiene una estrategia. Pone en marcha maniobras tácticas exploratorias, como cuando convoca a actos por la amnistía, aunque sea consciente de que con ello no logra otra cosa que hacer ruido en las redes sociales y generar turbulencias en el Congreso Nacional. Sin embargo, ello le sirve para acumular fuerzas con que denunciar la «persecución» política. Saben que serán condenados y encarcelados. El cálculo de Bolsonaro es lanzar una candidatura, si es necesario desde la cárcel, hasta el último momento y, luego, hacer que lo reemplace un aliado incondicional. Quiere disciplinar a la extrema derecha y bloquear el espacio de la centroderecha para que, hasta donde lo permita la inscripción jurídica, las elecciones de 2026 sean una polarización entre él y Lula. Su expectativa es que, de ganar un candidato como Tarcísio de Freitas, se beneficiará de un indulto. No oculta su plan de obtener la mayoría en el Senado para poder cambiar la actual composición del Tribunal Supremo. Hay disputas en el espacio de la extrema derecha, pero se equivocan quienes subestiman a Bolsonaro.
Por desgracia, una parte de la combativa izquierda radical no está de acuerdo con que haya que ganar tiempo y menos aún con que necesitemos a Lula. Algunos se declaran independientes del gobierno, mientras que otros adoptan la estrategia de la oposición de izquierda. Independencia significa criticar lo que se crea que anda mal, pero dar prioridad a la defensa del gobierno frente al bolsonarismo. Quien defienda la apreciación de que el gobierno mantiene intacta una política económica neoliberal y se apoya en la burguesía contra los trabajadores, ha elegido estar en la oposición. Hay un «grano» de justicia en el acto de someter a crítica las políticas de Galípolo en el Banco Central y de Haddad con el marco fiscal, que frenan el crecimiento. Pero las cosas no son tan simples. La verdad es que la política económica del gobierno es un híbrido, que combina el ajuste fiscal con una amplia gama de medidas anticíclicas y reformas progresivas. Neoliberal es la estrategia del gobierno de Milei. El gobierno de Lula es un gobierno reformista, es decir, un gobierno «débil» de colaboración de clases. Quien se sitúe en el terreno de la oposición ignora el hecho de que la única alternativa realista al gobierno de Lula es su reemplazo por la extrema derecha. Frente a esa relación de fuerzas, sería un error sumarse al ministerio y aceptar la disciplina de gobierno. Un partido no puede tener un pie dentro y otro fuera. Sería desleal por parte de quienes estén en el gobierno denunciar al gobierno. Pero es un error muy grave apostar por una estrategia de desgaste del gobierno, como si estuviéramos en 2005, no en 2025. Porque ignora el hecho de que quien se beneficia de la corrosión de Lula es inevitablemente la extrema derecha.
Por último, sin que ello sea menos importante, dos meses de Trump ya han transformado la situación mundial. Todo ha cambiado. Brasil no será inmune al desplazamiento de las «placas tectónicas»: está en marcha una ofensiva brutal del imperialismo estadounidense. El sistema capitalista atraviesa cuatro crisis de dimensión estructural, no cíclica, y esas crisis están en la raíz de la fractura de la clase dominante que recorre el mundo, entre el ala que ha pasado a apoyar al movimiento neofascista y el ala liberal: a) la dimensión económica remite a los límites de una lenta recuperación pospandémica, con fuertes presiones inflacionistas, en contraste con el crecimiento dinámico de China, que representa una amenaza para la supremacía de Estados Unidos y de la Troika, y explica el contraataque proteccionista estadounidense con su guerra arancelaria para favorecer la reindustrialización interna; b) la dimensión medioambiental remite a la caducidad de los objetivos de la transición energética, ya sea por la aceleración del calentamiento global que trae aparejado un aumento de las catástrofes, o por la decisión de Trump de retirarse del Tratado de París; c) la dimensión geopolítica remite al giro nacional-imperialista de Washington, que anuncia un nuevo proyecto colonialista —amenaza de depuración étnica palestina en Gaza, anexión de Groenlandia, control del Canal de Panamá, humillación de Canadá, intimidación de México, control sobre las reservas minerales de Ucrania— y una estrategia de ruptura con el multilateralismo, desafiando de ese modo a las Naciones Unidas y a la OTAN, para imponerle a Europa una relación de fuerzas de subordinación; d) la dimensión democrática remite a la ofensiva autoritaria interna de Trump —a través de la adopción de medidas drásticas contra los inmigrantes, contra las reivindicaciones de los movimientos feminista y negro, contra las personas LGBT, contra los líderes estudiantiles de los actos de solidaridad con Palestina y también contra la administración pública, las universidades, el mundo de la cultura y el arte— y el apoyo a la extrema derecha en Israel, Europa y también en América Latina, donde los regímenes liberal-democráticos se están viendo amenazados. Todas esas acciones provocarán reacciones, resistencias y conflictos de diversas proporciones. Pero la presidencia de Trump es un factor cualitativo que no puede despreciarse al evaluar el resultado de la lucha contra el bolsonarismo en Brasil. Menospreciarlo no sólo es una ilusión óptica, sino una irresponsabilidad.
* Imagen, Pixabay
Fuente, JacobinLat