por Bolívar Echeverría
Hay ciertos años cuyo nombre sirve para marcar la unidad de todo un período histórico. En cada uno de ellos se encuentra la fecha de un acontecimiento simbólico; de un hecho que asocia a su significación propia una significación no sólo diferente, sino de otro orden, generalmente «superior». Todo parece indicar que el año de 1989 —como lo es de manera ejemplar _1789_— pasará también a ser la señal de una época. En su mes de noviembre, el jueves 9 por la noche, tuvo lugar un hecho que se presta admirablemente para ser convertido en un símbolo histórico: la caída del muro de Berlín.
En la historia, los hechos simbólicos lo son de manera más acabada en la medida en que se ofrecen a las necesidades sociales de simbolización con la capacidad espontánea de representar a un determinado período histórico. A su vez, esta capacidad de representación es mayor, en la medida en que alcanza a cumplirse en referencia a las dos perspectivas de significación que definen a todo hecho histórico en su singularidad: la perspectiva de la eficacia relativa que tiene dentro de un acontecimiento dado y la perspectiva de la similitud que muestra con la totalidad de ese acontecimiento.
El asalto a La Bastilla en 1789 forma parte de un todo constituido por la serie de sucesos que conocemos como la Revolución Francesa, es un momento dotado de una cierta importancia relativa dentro del flujo de una significación histórica que estaba en construcción; si llega a representar a ese todo, es en razón de que fue vivido como un episodio especialmente destacado o decisivo en medio de los muchos otros que le precedieron y le sucedieron. Pero el asalto a La Bastilla representa también a la Revolución Francesa porque, de todas las destrucciones que trajo consigo el proceso revolucionario, la que el pueblo de París hizo de la fortaleza odiada es la que más parecido tiene con la destrucción del ancien régime en cuanto tal. Eficacia dentro del acontecimiento y similitud con él, en ellas consiste la materia prima con la que se constituye la dimensión simbólica del asalto a La Bastilla, la capacidad de este nombre de ser también el de la «conquista de la libertad mediante el uso de la violencia». 1879 sirve para marcar toda la época de la Revolución Francesa porque incluye la fecha de este suceso simbólico.
La caída del muro de Berlín en 1989 puede llegar a tener un simbolismo parecido al del asalto a la Bastilla en 1789. Berlín es el lugar en donde han coincidido dos separaciones decisivas: la que dividía a la gestión política moderna en una versión liberal y en una estatalista y la que dividía a Europa en una parte oriental y otra occidental. Si se atiende a esta significación de Berlín, la «caída del muro» que la tuvo escindida durante veintiocho años resulta dotada de una doble representación, similar a la que se reconoce en el asalto a La Bastilla. Los nexos que se han reanudado, pasando por encima del obstáculo caído, no sólo vuelven a reunir a individuos y colectividades singulares, sino que reunifican dos historias parciales que, por debajo de su separación forzada, siguieron siendo una sola. Igualmente, los montones de escombros que ella dejó en medio de las calles no eran únicamente los restos de un edificio público derruido, sino los de todo un mundo que se ha venido abajo.
En tanto que desaparición de una barrera, la «caída del muro de Berlín» es apenas un paso en un proceso más profundo y poderoso que consiste en la recomposición de Europa como la totalidad histórica dominante de la época moderna. Se trata sin embargo de un paso decisivo; causa precipitante, como reapertura de un cauce histórico violentamente clausurado, la caída del muro de Berlín es la primera parte en la que ese proceso global se pone de manifiesto. Por el otro lado, en tanto que demolición de una construcción aberrante, no pasa de ser una obra pública de mediana importancia. Si tiene un interés, éste proviene justamente de la insuperable similitud que guarda con ese acontecimiento histórico mayor que es el desmoronamiento del llamado «socialismo real»; una similitud que basta para hacer de ella, como «caída», la representante cabal de él, como «derrumbe».
Es preciso reconocer, sin embargo, que la caída del muro de Berlín es por lo pronto un símbolo «en suspenso». Se trata de un hecho cuya significación particular, encaminada ya a la asociación biunívoca con la significación general de esta época, debe sin embargo detener su impulso ante el estado de inacabamiento en que ésta se encuentra todavía. Indecisa, con dos barajas diferentes entre sus manos, la historia parece dudar sobre cuál de ellas echar por fin al juego. El acontecimiento que nos envuelve mantiene imprecisa su significación global; la ambigüedad se reproduce en las significaciones singulares de todos y cada uno de los hechos políticos que vivimos. ¿Cuál es la partida que estamos jugando? ¿Cuál de las dos series define el sentido de las jugadas? Porque, sin dejar de ser la misma, esta historia sería diferente si en ella está en juego el destino de la utopía socialista o si en ella se decide la biografía del poder planetario.
Reinstalación geopolítica de Europa. Derrumbe del «socialismo real». ¿Cuál de estos dos acontecimientos diría Hegel tiene la capacidad de «subsumir» al otro y de ser así su «verdad»? ¿Es el socialismo un «atributo» de Europa o lo es ésta, más, bien, del Socialismo? ¿Es Europa la que, habiendo congelado parte de sí misma en la figura de «Europa socialista», la revive ahora para aprovechar las energías almacenadas y reasumir su función hegemónica en la historia mundial? ¿O es el Socialismo quien, para desechar su versión caricaturesca de «socialismo real» y poder construir la actualidad histórica de su verdadera figura, recompone la totalidad civilizatoria europea? Aunque sean pertinentes, nadie podría aún responder a estas preguntas. Por algún tiempo, el sentido simbólico de la caída del muro de Berlín seguirá siendo un enigma.
Más asible resulta otra cuestión que trata del mismo asunto pero en términos un tanto menos especulativos: ¿cómo se puede pensar la relación, cuya existencia parece innegable, entre la re-composición económica y social de Europa y la pérdida que experimenta el socialismo de su ya centenaria presencia protagónica en la vida política moderna? La reintegración del continuum tecnológico capitalista en Europa, el recentramiento de la hegemonía económica mundial entre los principales conglomerados de capital, el ensanchamiento y la refuncionalización del abismo que une y separa al capitalismo periférico del capitalismo central, la revitalización de la movilidad clasista y de la socialización étnica, el redimensionamiento de las soberanías estatales de las naciones, la redistribución de la capacidad de vetar las «decisiones en la cumbre» entre los grandes Estados y los entes estatales transnacionales: algún nexo necesario debe existir entre todos estos procesos que se han puesto en marcha en los últimos tiempos —y cuyas salidas son aún impredecibles— y el enrarecimiento espontáneo de la «dimensión socialista» en el mundo contemporáneo.
La respuesta automática de la «razón cínica» consiste en afirmar que tal enrarecimiento se debe al hecho de que ese conjunto de fenómenos configura una situación histórica inédita, dentro de la cual los ideales socialistas salen sobrando. Si bien no «realizados» en la sociedad liberal de este fin de siglo —dado lo irrealizable de su ingrediente utópico—, se habrían sin embargo impuesto en ella, a medias y casi imperceptiblemente. Fracasado pero al mismo tiempo vencedor, el socialismo tendría su lugar en el museo de la historia política.
Tough answer que convence porque simplifica, pero que por ello mismo decepciona. En el mundo actual, la voluntad de huir no es únicamente la que resulta del «socialismo real» y las frustraciones que ha deparado; hay también voluntad de huir del «capitalismo» y los infiernos que genera. Las poblaciones que huyen (literal o figuradamente) hacia el «capitalismo» lo hacen porque pueden; ellas sí disponen de un lugar tangible en donde intentar convertir en realidad la imagen invertida del «socialismo real», creada por su fantasía. Las poblaciones agobiadas por el «capitalismo», en cambio, las que se encuentran en las zonas «menos favorecidas» de éste a las que podrían llegar, sin querer, «los que vienen de regreso del socialismo»—, no huyen porque no pueden hacerlo, porque sus fantasías resultan auténticamente utópicas: no hay un lugar ya existente hacia donde encauzar su voluntad de huida.
Es posible que un día, cuando la distancia ante los hechos permita ver sus magnitudes completas, se pueda decir que, en verdad, el fracaso del socialismo real no fue otra cosa que una de las distintas figuras complementarias en que tuvo lugar el «reticente descenso» histórico del capitalismo. Por lo pronto, lo que sí se puede decir sin faltar al realismo que corresponde a esta época —es decir, sin tomar abstractamente una parte del objeto pensado por el todo al que pertenece (la sociedad integrada a escala planetaria por el funcionamiento del mercado mundial capitalista)— es que, uno y otro, «capitalismo» y «socialismo» han fallado por igual, mirados como principios que han organizado efectivamente la vida social de este siglo. Puede decirse incluso que si este fracaso difiere en un caso y en otro, esa diferencia se inclina en favor del «socialismo».
El del «capitalismo» es el fracaso de un proyecto de modernización que ha dominado ya una larga época sobre toda la vida civilizada del planeta; en cambio, el del «socialismo», como movimiento dirigido a abandonar el proyecto capitalista de modernidad y a seguir uno alternativo, lo es sólo de un intento particular suyo, más dramático que radical: el del bolchevismo como la figura despótica peculiar de gestión económico política que adoptó el imperio Ruso en estos últimos setenta años.
La magnitud global de la catástrofe social y técnica a la que el «capitalismo» ha conducido y en la que sume cada vez más al proceso de reproducción de la riqueza social no puede ocultarse ante la mirada analítica, por más prejuicios que ella traiga consigo. El auge espectacular de ciertos núcleos coyunturales de capital y de ciertos estilos capitalistas localizados es, sin embargo, más que suficiente para borrar de la conciencia cotidiana la impresión de esa catástrofe y junto con ella la causa que la provoca. Con el «socialismo» sucede algo parecido, pero de signo contrario. El descalabro espectacular de la «dinastía» bolchevique y su gestión al frente de Rusia, de su imperio y su periferia centroeuropea ha resultado también más que suficiente para expulsar de la conciencia cotidiana incluso la noción de una actualidad de la perspectiva socialista, pese a que esa actualidad no se ha desvanecido en los hechos, sino más bien renovado.
Es muy difícil negar en teoría la vigencia de la perspectiva socialista cuando ésta se presenta como un esbozo que se dibuja por sí mismo a partir de un conjunto de negaciones del estado de cosas organizado por el «capitalismo».
Sigue siendo válida, cada vez con mayor dramatismo, su crítica de la irracionalidad destructiva del modo en que el capitalismo media —realiza y configura— la relación entre el Hombre y la Naturaleza. La soberanía político económica que tienen los propietarios capitalistas de los medios de producción permite hoy, igual que hace un siglo, que éstos se sirvan de los mecanismos de la circulación mercantil para desvirtuarlos en su función de instrumentos de una libertad distributiva y para convertirlos en dispositivos de seguridad de sus beneficios monopólicos.
La mutilación y la «infrasatisfacción» del sistema de necesidades de la población en las regiones periféricas del mundo capitalista es un hecho innegable. Pero también lo es otro, conectado con él, que se presenta en las regiones centrales; allí la expansión «sobresatisfactora» del sistema de necesidades se da mediante un sacrificio sistemático de las grandes necesidades colectivas en beneficio de una proliferación desbordada de necesidades puntuales inconexas y una hipertrofia del microconsumo. Por el otro lado, junto a la destrucción incontenible de la Naturaleza, obligada a cumplir un papel de simple «fuente de recursos», se da igualmente la ineficiencia real de un proceso técnico de producción de bienes sometido a los caprichos absurdos de un proceso económico de producción de rentas y valores especulativos.
También sigue siendo válido el cuestionamiento de la socialización capitalista como mecanismo automático que polariza y consolida de tal manera la estratificación social, que en la parte más alta de la escala la capacidad de ejercer soda tipo de poderes se halla sobresaturada, mientras en la más baja incluso la capacidad de ejercer el derecho a sobrevivir se encuentra vacía.
El escenario de esta estratificación de las clases sociales no es el mismo de hace cien años. No es ya la nación capitalista de identidad tecnológica unitaria, con su burguesía capitalista en la parte de arriba, acompañada de una aristocracia satélite, con su proletariado en la parte de abajo, rodeado de un ejército «lumpen» de mano de obra disponible y desocupada, y con su clase media, entre pudiente y miserable. Es un escenario mucho más complejo: la sociedad capitalista transnacional de dimensiones planetarias, de base tecnológica diversificada y jerarquizada, en donde la clasificación económica de la población se entrecruza y sobredetermina con otras clasificaciones muy variadas (técnica, nacional, étnica, cultural, etcétera). Es, sin embargo, un escenario que no ha modificado radicalmente el sentido estructural de esa estratificación ni ha eliminado así el fundamento de una lucha de clases.
Tampoco ha perdido validez el tercer ángulo desde el que la perspectiva socialista considera negativamente al «capitalismo», el que juzga la gravitación nefasta que tiene sobre la vida política de la sociedad. No hay manera de negar el hecho de que el «capitalismo» opaca y disminuye en su base las posibilidades que la modernidad deja abiertas a la democracia, a una toma de decisiones popular soberana, es decir, independiente de toda voluntad o poder ajeno al conjunto de los ciudadanos y su opinión pública.
A lo largo del siglo XX, la «dictadura del capital» —el dominio, de una «voluntad» de las cosas convertidas en «valor valorizándose»— ha hecho múltiples y variados intentos de presentarse como la única democracia «realmente posible» y «realmente existente». Una y otra vez, sin embargo, ha debido echar mano de regímenes totalitarios y de autoritarismos «de excepción». No ha podido ocultar la fobia antidemocrática que le es inherente; su modo más adecuado de llevarse a cabo se encuentra sin duda en el funcionamiento oligárquico de la toma de decisiones políticas.
Constituida en torno a estas tres críticas principales del «capitalismo», la perspectiva socialista no sólo ha mantenido su actualidad sino que la ha extendido y profundizado. Todo esto, en teoría. Porque, miradas las cosas en el terreno de las prácticas y los discursos de política cotidiana, nada hay más cuestionable en estos tiempos que la actualidad de una política socialista.
¿Cuál es la razón de que la primera actualidad del «socialismo» no esté acompañada de la segunda? Es claro que no se trata solamente de un efecto provocado sobre la opinión pública por una iluminación empírica. No se debe únicamente a la coincidencia espectacular de dos demostraciones aparentes: que el «capitalismo», pese a todo, es a la larga lo mejor, implicada en la reunificación capitalista de Europa, y que la perspectiva socialista es definitivamente irrealizable, aportada por el derrumbe del «socialismo real». Este impacto superficial tiene su importancia, sobre todo en el discurso político de las repúblicas periféricas de Occidente, al que lleva a caricaturizar la situación hasta extremos masoquistas cuando describe el exceso de capitalismo que agobia a sus economías como si fuera una escasez de capitalismo. Pero es un shock persuasivo que no alcanza a dar cuenta de esa disimultaneidad entre la vigencia ,de perspectiva socialista y la de una política socialista concreta; de esa discordancia, sin duda más compleja, en la que parece estar en juego toda la historia de la política moderna como parte integrante de la modernización capitalista y europeizadora del planeta.
Bien podría decirse que el extrañamiento con el que la Europa capitalista (primero en la posguerra de 1918 y después en la de 1945) pretendió castigar a su imperio oriental por la herejía de sus exageraciones socialistas ha estado en el origen tanto de que ese imperio haya caído en la «dimensión del subdesarrollo» como de que ella misma se haya salvado de hacerlo. Nacidos de la bipartición de Europa —en la que redundó ese castigo—, la construcción del capitalismo «con rostro humano» y la del socialismo bajo la figura de «socialismo real»; son dos procesos históricos que corrieron paralelos y se condicionaron mutuamente.
En sospechosa simetría, el florecimiento de un «paraíso capitalista» en la Europa del oeste y la descomposición de un «infierno socialista» en la Europa centroriental ocultan las figuras esenciales tanto del capitalismo como del socialismo. La bipartición del continente, marcada por el Muro de Berlín, permitió que ambos aparentaran pertenecer a dos historias heterogéneas e incompatibles, la una con la otra, que los separaban radicalmente. Son, sin embargo, los extremos de una misma cadena «oculta», cuyos terceros eslabones deben buscarse fuera de Europa. Se copertenecen funcionalmente dentro del acontecimiento histórico unitario de la modernización capitalista.
«Estadio superior del subdesarrollo», «capitalismo sin capitalistas», el «socialismo real» ha estado «a la vanguardia» del Tercer Mundo en lo precario de su tecnología, lo reprimido de su cultura, lo antidemocrático de su vida política y lo dependiente de su economía. Cuando, «por encima del Muro», el Primer Mundo podía mirar con menosprecio hacia los Países del Este, lo que tenía ante sí, sin darse cuenta, era su propia cola, sólo que irreconocible como propia debido al disfraz político que la ocultaba.
Pero podría decirse también, más por inercia que por ingenuidad, que ahora, con la Europa reunificada, cuando la modernización capitalista puede cerrar el circuito de su expansión planetaria y cuando la existencia correlativa de un «paraíso» capitalista y un infierno «socialista» deja de ser necesaria, el verdadero socialismo tendrá nada más que abandonar el limbo en que permanecía a la espera, para poder al fin mostrar el rostro amable que le corresponde y que por tanto tiempo debió estar oculto o deformado. Sólo que una afirmación de este tipo sería inaceptable.
El nombre socialismo —la palabra que evoca e indica una presencia histórica singular y un discurso elaborado a partir de ella y en torno a ella— no es «lo de menos»; no es una etiqueta indiferente que pueda «desecharse» o «reciclarse» sin grandes consecuencias. Tal vez lo sea para la Idea del socialismo, pero no para su «personalidad» histórica. Los setenta años de «socialismo real» han afectado al nombre y a la vigencia histórica del socialismo; no han logrado ponerlo «fuera de uso», pero tampoco ha pasado «sin mácula» por ellos. Al desvanecerse, el «socialismo real» no borra para siempre ese nombre pero tampoco lo deja intacto; se lleva un aspecto de él.
El socialismo como acontecimiento histórico mayor está comprometido en la historia de la parte suya que fracasó y comprometido con los resultados de ella. De las múltiples cuestiones que este compromiso le plantea, la primera tiene que partir enfrentándose a lo evidente: ¿fue en verdad una excesiva lejanía respecto del «capitalismo» lo que llevó al fracaso a este intento socialista? ¿O fue, por el contrario, su excesiva cercanía a él, la falta de radicalidad de la alternativa que representaba?
A la luz de esta pregunta es posible distinguir una realidad innegable: pese a ser el proyecto histórico que en la práctica y, en el discurso se ha afirmado con mayor coherencia como una alternativa crítica a la modernidad capitalista, el socialismo ha compartido con ella una serie de premisas que a lo largo de este siglo se han ido volviendo cada vez más cuestionables y en las que él tiene que volver a pensar si quiere convertirse nuevamente en una alternativa política viva ¿Hay realmente en la política una «soberanía del discurso»? ¿Representa en verdad el juega político una «necesidad subyacente»? ¿Puede la política efectivamente «hacer la historia»? ¿En qué medida?
El presente número está dedicado a documentar tanto el desconcierto que han provocado en la izquierda los acontecimientos de 1989 como la voluntad de Cuadernos Políticos de entenderlos y de analizar en ellos una posibilidad renovada del socialismo. Testimonios de escritores, tomas de posición políticas, opiniones, explicaciones y proyecciones económicas e históricas; textos de este y del otro lado del Muro, y también extraeuropeos, han sido reunidos aquí con el fin de ofrecer a nuestros lectores ciertas claves para una problematización menos apresurada que aquella a la que obliga la sucesión vertiginosa de los hechos en la Europa centroriental.
REFERENCIAS
^ * Bolívar Echeverría, “En este número: 1989”, en Cuadernos Políticos, número 59/60, México, D.F., editorial Era, enero-agosto de 1990, pp. 2-6. Publicado en esta web bajo una licencia Creative Commons 2.5: Atribución—NoComercial—SinDerivadas. Se puede distribuir libremente; se agradece se cite la fuente.