por Adrián Piva
El ascenso de la ultraderecha al gobierno en Argentina conmocionó a la izquierda y el progresismo locales. El triunfo de Javier Milei es índice de grandes cambios en la política nacional, amenaza con quebrar una larga tradición de organización y lucha popular y constituye un riesgo para la democracia.
Entendemos dicho fenómeno como condensación de un profundo proceso de transformación de las relaciones de fuerza entre capital y trabajo que articularon economía y política tras la crisis de 2001 (por razones de espacio nos limitemos a esta faceta, aunque en el ascenso de la ultraderecha también jugó un rol relevante la reacción contra el movimiento feminista y las resistencias antiextractivistas).
Crisis del neoliberalismo y ascenso de la ultraderecha
La crisis mundial de 2008 abrió una fase de crecimiento débil (desaceleración de las tasas de crecimiento de las principales economía del mundo), presiones globales por la reestructuración productiva (en un escenario de profundización de la automatización y reorganización de los procesos de trabajo), crisis de coordinación de las respuestas de los Estados nacionales ante eventos globales (como la crisis de 2008, la pandemia COVID 19 o la crisis climática) y tensiones geopolíticas globales.
El denominador común de estas diferentes dimensiones de la fase capitalista que atravesamos es la crisis del neoliberalismo. El neoliberalismo es una forma específica de dominación política estructurada por la coerción del mercado, esto es, la desmovilización e individualización de la clase obrera y el disciplinamiento de empresas y personas mediante mecanismos de extensión e intensificación de la competencia (Piva, 2020). Para la articulación de esos mecanismos fue esencial la combinación de políticas monetarias restrictivas, de desregulación de los mercados y de apertura comercial y financiera.
El neoliberalismo fue una solución a los problemas de dominación creados por la internacionalización productiva del capital desde mediados de los años setenta. Una acumulación de capital crecientemente global debilitó la capacidad de regulación de la acumulación en el espacio nacional y erosionó los mecanismos de integración política de los Estados nacionales. La desmovilización e individualización obreras permitieron la adecuación de las demandas y el desafío populares a la mermada capacidad de respuesta de los Estados nacionales. La crisis del neoliberalismo, por lo tanto, reabre esos problemas de dominación. Señal de ello es la inestabilidad política que abarca diversidad de países y continentes desde 2008. A su vez, desde fines de los años ochenta, la generalización de las políticas neoliberales estableció una coordinación de facto entre los diversos Estados y consolidó una jerarquía imperialista con Estados Unidos a la cabeza. La crisis del neoliberalismo también explica, por lo tanto, la crisis imperialista.
Este proceso estuvo jalonado por olas globales de lucha de clases. La primera, entre fines de los noventa e inicios de los 2000, tuvo epicentro en Sudamérica, donde se produjo una crisis regional del neoliberalismo (que fue parte de las grandes protestas contra la globalización), y abrió un período de gobiernos neopopulistas de izquierda en la región. La segunda ola, entre 2010 y 2012 (la primera tras la crisis global de 2008), estuvo marcada por la primavera árabe y la experiencia de Syriza en Grecia.
Desde fines de los años ochenta la lucha de clases está sobredeterminada por el derrumbe de los socialismos reales. Pero el agotamiento de los populismos de izquierda latinoamericanos, el fracaso de Syriza y el ahogamiento en sangre de las primaveras árabes marcaron el carácter de la tercera ola de protestas y rebeliones de 2018-2019, probablemente la más global de las tres, caracterizada por la ausencia completa de alternativas políticas populares.
Este escenario de crecimiento débil, presiones por la reestructuración capitalista, crisis políticas, tensiones geopolíticas, protestas y ausencia de alternativas populares es el marco del ascenso de las nuevas derechas y ultraderechas, así como de la creciente extensión de los llamados «regímenes híbridos»[1]. Puede decirse que los nuevos autoritarismos y el ascenso de las ultraderechas son parte de los intentos por quebrar una relación de fuerzas que impide salir de la fase abierta con la crisis mundial de 2008. Tras esos intentos encontramos a las clases dominantes y a las élites políticas tradicionales, así como a categorías sociales asociadas al aparato de Estado y a nuevos líderes y fuerzas políticas, intentando organizar la respuesta conservadora y autoritaria a la crisis, la incertidumbre y las resistencias populares.
El caso argentino
Desde 2012 la Argentina atraviesa una larga fase de estancamiento económico y tendencia a la crisis. Además de las causas globales, este fenómeno reconoce causas locales, expresadas fundamentalmente en la tendencia a la restricción externa de la acumulación de capital y un agotamiento de la base productiva local que agudiza las presiones globales por la reestructuración. Su duración y dinámica se explican por una relación de fuerzas que bloqueó los sucesivos intentos de avanzar en dicha reestructuración; el ajuste fiscal y la devaluación de la moneda no bastan para relanzar la acumulación.
Sin embargo, más de diez años de estancamiento y crisis degradaron las condiciones de vida de los trabajadores, en particular de los más empobrecidos. Creció la informalidad laboral, los ingresos populares cayeron y la pobreza fue en aumento. Como resultado, el empeoramiento de las condiciones de vida obrera debilitó las capacidades estructurales para la acción de los trabajadores como clase (Wright, 1983). Si en el corto plazo fenómenos de privación pueden dar lugar al ascenso de las luchas obreras, en especial en presencia de organización previa, en el largo plazo se impone la asociación inversa. La consolidación y profundización de la heterogeneidad de la clase obrera, especialmente la división entre formales e informales, afectó particularmente dichas capacidades.
Agotamiento del kirchnerismo y fracaso del antikirchnerismo
El final de la fase expansiva iniciada a fines de 2002 socavó las condiciones de posibilidad de la estrategia neopopulista del kirchnerismo, esto es, un desplazamiento temporal (posposición) y espacial («dos modelos de capitalismo») del antagonismo entre capital y trabajo. Desde 2003, la construcción y reproducción del consenso se desarrollaron sobre la base de una estrategia de satisfacción gradual de las demandas populares. La inadecuación entre una política fiscal y monetaria expansiva y un proceso de acumulación dependiente de la exportación de commodities agroindustriales, con pobres aumentos de productividad y tendencia a la restricción externa, tuvo como resultado un crecimiento desequilibrado y el ingreso en un régimen de alta inflación.
Limitado por la nueva situación económica, el segundo gobierno de Cristina Kirchner (el tercero de signo kirchnerista) buscó avanzar en un ajuste gradual. Pero frente a la erosión de sus bases de legitimación, transformó las medidas de emergencia (control de cambios, cierre parcial de la economía, etc.) en medios para la posposición de la crisis. El inicio de la fase de estancamiento y las evidencias de agotamiento de la estrategia política profundizaron las rupturas y deserciones y, finalmente, condujeron al triunfo electoral de la coalición de derecha Cambiemos, con Mauricio Macri a la cabeza.
El gobierno de Macri intentó una restauración del neoliberalismo pero, al inicio solo pudo avanzar parcialmente en el ajuste y cuando buscó implementar la triple reforma (laboral, previsional y tributaria) chocó con la resistencia popular en las grandes movilizaciones de diciembre de 2017. Al fracaso de la restauración neoliberal le siguieron dos años de crisis profunda que terminaron con la vuelta del peronismo al gobierno, en diciembre de 2019 de la mano del Frente de Todos» y con la fórmula Alberto Fernández – Cristina Kirchner.
El Frente de Todos fue una coalición de las distintas fracciones del peronismo que interiorizó las presiones por arriba por la reestructuración y por abajo por su bloqueo. Una vez en el gobierno, careció de orientación y de liderazgo definidos, confirmando que el agotamiento del kirchnerismo dejaba al peronismo sin estrategia. El ocaso del kirchnerismo y el fracaso del antikirchnerismo disolvieron los ejes que estructuraron el sistema político desde su reconstitución tras la crisis de 2001.
Desmovilización obrera y popular[2]
Con el comienzo de la fase de estancamiento, se desarrolló, desde 2012, un ciclo de alta frecuencia de conflictos laborales y de ascenso de la movilización callejera de sindicatos y movimientos sociales. Durante 2017, en un contexto adverso para la negociación sindical, crecieron fuertemente la protesta callejera, la politización y los hechos de violencia colectiva al tiempo que caía el conflicto laboral. Los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad en Plaza Congreso de mediados de diciembre de 2017 fueron el pico de ese proceso, así como de la unidad de sindicatos y movimientos sociales.
Sin embargo, desde 2018 se desplegó un proceso de desmovilización. El impacto de la crisis en las capacidades estructurales para la acción de la clase obrera cumplió un papel relevante en ese proceso, algo que ya se evidenciaba en la caída del conflicto laboral en 2017. Pero también fue decisiva la canalización institucional del conflicto tras la relativa desinstitucionalización de 2017, en particular a través de la conformación del Frente de Todos y el desvío de expectativas hacia la vía electoral. El acceso al gobierno del peronismo profundizó el vínculo entre institucionalización del conflicto obrero y desmovilización popular, contribuyendo a la caída del número de conflictos laborales y a la reducción de la protesta callejera y de la unidad de acción de sindicatos y movimientos sociales. Este proceso se desarrolló mientras caía el salario real y aumentaba la informalidad.
La movilización de la derecha
Uno de los fenómenos más relevantes de las últimas dos décadas fue el inicio de la movilización antikirchnerista de clase media, allá por 2006 y 2007. La recreación de unas prácticas políticas y un imaginario peronistas movilizó prácticas y representaciones de cuño antiperonista todavía vigentes en amplios grupos sociales, especialmente entre las «clases medias». El encolumnamiento masivo de esos grupos sociales detrás de la burguesía agraria en la rebelión fiscal de 2008 significó un giro cualitativo y constituyó la partida de nacimiento de una derecha social que sería la base de una alianza política de derecha. Pero todavía fueron necesarias las grandes movilizaciones (cacerolazos) de 2012 y 2013, que mostraron la masificación de la protesta de clase media y el paso a la oposición de sectores que hasta entonces habían votado al peronismo (o que al menos oscilaban). Entre agosto y octubre de 2019, en la campaña por la reelección de Mauricio Macri, después de la catástrofe electoral de Juntos por el Cambio (JxC, antes Cambiemos) en las primarias, la movilización de esa base mostró la transformación de la derecha social en sujeto político, lo que se confirmó en las protestas contra la pandemia convocadas por la oposición cambiemita.
Sin embargo, el fracaso de la derecha en el gobierno y la desestructuración del eje articulador del sistema político desde 2003 (kirchnerismo/antikirchnerismo) afectaron profundamente la constitución política de ese sujeto. Ello se evidenció en el pasaje a posiciones de ultraderecha personificado, primero, en la figura de Patricia Bullrich, que jugó un rol central en las protestas de pandemia y pospandemia, y después, ya depurado de cualquier matiz, en la figura de Milei.
La demanda de orden
Pero el proceso de ultraderechización solo podía concluir su penetración en amplios sectores de la clase obrera con una auténtica masificación de la demanda de orden.
La prolongación temporal de la crisis tiene efectos que solo pueden dimensionarse a nivel microsocial. La crisis termina por afectar la sociabilidad cotidiana, erosionando el orden social a niveles capilares, a través de toda una serie de disfuncionalidades de distinto grado. La inseguridad creciente vinculada al delito común y al aumento del narcotráfico afecta sobre todo a trabajadores y trabajadoras. En un régimen de alta inflación que desorganiza la vida de las mayorías populares y afecta permanentemente sus ingresos, la demanda de orden termina por abarcar los niveles económico, social y político, transformándose en articuladora de un conjunto amplio de demandas de todo tipo.
Durante el gobierno de Macri esa fue la base de un discurso que intentó identificar la restauración de la autoridad del capital en los lugares de trabajo con una restauración del orden sin adjetivos a nivel social. El discurso de Milei profundiza esa identificación, depurada de cualquier referencia a la república y la democracia, dejando tan solo el gesto autoritario.
Las elecciones
El voto a Milei condensó todo ese conjunto de determinaciones. En las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) del 13 de agosto y en las elecciones generales del 22 de octubre de 2023, La Libertad Avanza (LLA, el partido que lo llevó como candidato) obtuvo alrededor del 30% de los votos válidos emitidos (en las primarias) y válidos positivos (en las generales), lo que le bastó para ganar por escaso margen las primarias y quedar en segundo lugar en la primera ronda de las elecciones generales (7 puntos abajo del peronismo). Pero en las primarias votó el 69,6% del padrón (un porcentaje históricamente bajo en Argentina desde el retorno de la democracia) y el 77,04% en la primera ronda de las generales. La remontada del peronismo respecto de las primarias señala que una parte relevante de la abstención provenía del voto peronista. Pero el voto a Milei también creció entre las primarias y las generales, lo que explica que a pesar de la enorme movilización electoral el peronismo, en las generales no haya superado el 37% de los votos válidos positivos (una cifra por debajo de su piso histórico del 40%).
El voto a Milei en el Gran Buenos Aires (el cinturón urbano históricamente peronista que rodea a la Ciudad de Buenos Aires), muestra la similitud de los perfiles de voto de LLA y el peronismo. Milei tuvo su mejor desempeño en los bastiones del peronismo y en aquellos que fueron peronistas y que oscilaron entre el peronismo y la derecha desde 2011. A su vez, el perfil sociodemográfico de los distritos donde Milei tuvo su mejor actuación en las primarias y primera vuelta de las generales es similar al del peronismo: fue mejor donde es mayor la informalidad laboral. Esta disputa de Milei del voto peronista se observó también en el interior del país en las primarias pero sobre todo en la segunda vuelta electoral, donde el candidato de LLA logró una abultada diferencia sobre el peronismo (56% a 44%). Estas cifras se explican en buena parte por el desempeño electoral de Milei en las provincias del noroeste argentino (NOA), bastión histórico del peronismo. Mientras que Macri perdió allí en la segunda vuelta de las elecciones de 2015 por 57,2% a 42,8%, Milei se impuso por 50,6% a 49,4%.
Todo esto muestra una conexión entre el ascenso del voto a Milei y la crisis del voto peronista. El peronismo fue históricamente la herramienta electoral de la clase obrera, por lo que la crisis del voto peronista a expensas de la ultraderecha expresa, a nivel político, el proceso de desagregación del comportamiento obrero que veíamos en el nivel de la lucha social, constituye el momento político del proceso de desmovilización y desorganización obreras.
Pero el voto a Milei compartió el perfil del voto de la derecha en dos provincias de voto antiperonista consolidado (Santa Fe y Córdoba), tanto en las primarias como en las generales, y LLA logró atraer en la segunda vuelta también de forma mayoritaria al voto de JxC a nivel nacional.
Esta concentración en la figura de Milei del voto peronista y antiperonista confirma la desestructuración de los ejes articuladores del sistema político desde 2003, al tiempo que plantea la pregunta por el significado político de esa fusión. En función de lo expuesto, una hipótesis probable es que las unifique la demanda de orden y que una parte importante del voto a Milei exprese el giro autoritario de una porción amplia de la sociedad.
El núcleo autoritario del ascenso de Milei y las perspectivas futuras
Existe una estrecha conexión entre la desmovilización obrera y popular, la masificación de la demanda de orden y el ascenso de Milei. Se trata de la disolución del lazo social, de la desagregación de comportamientos a nivel económico, social y político y de su reintegración como masa a través de la figura del líder autoritario. La pandemia aceleró los procesos de desagregación colectiva, volviendo más urgente la mediación autoritaria como forma reconstituyente de lo social en un marco de crisis persistente, de desestructuración del sistema político y de ausencia de alternativas populares. Pero ese proceso solo puede condensarse y reproducirse a través de la mediación estatal.
La repolitización autoritaria de la lucha de clases es un rasgo común a toda una serie de fenómenos políticos, algunos desarrollados en los marcos del Estado de derecho y otros en la forma de «regímenes híbridos». No es más que el desarrollo de la mediación estatal autoritaria como respuesta a la crisis de los mecanismos neoliberales de coerción mercantil. En las experiencias de ultraderecha como la que encarna Milei, se despliega como tendencia a la ruptura institucional con la democracia burguesa, que apuntan a la construcción de regímenes autoritarios basados en el liderazgo personal (el grado en que esa tendencia se desarrolle o no depende de las relaciones de fuerza que encuentre).
Por lo tanto, el futuro de Milei plantea muchos interrogantes. La mayoría de los líderes de ultraderecha que llegaron al gobierno no son neoliberales (como el caso de Donald Trump en EEUU) o fueron pragmáticos en la prosecución de sus objetivos de política monetaria, libre comercio y reforma del Estado desde su asunción (como Jair Bolsonaro en Brasil). En estos casos, su maximalismo se desplegó a través de una política conservadora y autoritaria.
El proyecto autoritario de Milei exige una transformación del Estado (que suprima o reduzca algunas de sus funciones mientras que, al mismo tiempo, se desarrollan o crean otras) y no su minimización. Si Milei intentara avanzar a fondo en su programa ultraliberal socavaría sus propios fundamentos. Por un lado, dicho programa persigue mucho más que una reducción del gasto público. Anarcocapitalista – minarquista por «realismo político» –, sus objetivos declarados chocan con tendencias globales (el creciente peso en la inversión total de las condiciones generales de la acumulación, función indelegable del Estado: entre ellas, las infraestructuras energética, logística y digital) pero, fundamentalmente, con la reintegración autoritaria de la sociedad, corazón –objetivo– de su proyecto. Por otro lado, el mundo que enfrenta es muy distinto al de los años noventa, con el que tuvo que lidiar su admirado Carlos Menem: en aquél avanzaba el libre comercio, EEUU era la cabeza del imperio informal y los flujos financieros internacionales y los procesos de financiarización locales permitían diferir los desequilibrios económicos. Pero hoy el libre comercio se estanca en un marco de guerras comerciales y de monedas, la crisis imperialista genera inestabilidad global, los flujos financieros globales son altamente volátiles y la profundización de la financiarización local enfrenta restricciones estructurales.
Los primeros meses del gobierno de Milei priorizaron una profunda ofensiva contra los trabajadores antes que la unificación y liberación del mercado cambiario o la apertura comercial: una brutal devaluación de más del cien por ciento, un ajuste fiscal inédito basado en la licuación de jubilaciones y de salarios de los trabajadores del Estado, una aguda recesión que comenzó a provocar suspensiones y despidos en el sector privado, una profunda reforma laboral y el comienzo de una amplia reforma del Estado. Las dos vías para avanzar en las reformas fueron un mega decreto de necesidad y urgencia (DNU) y una mega ley. La aprobación legislativa de la llamada «Ley Bases», inicialmente de más de seiscientos artículos y que finalmente conserva más de doscientos, fue el resultado de seis meses de conflicto con la elite política tradicional a la que sólo le propuso subordinación o confrontación. Ello es indicativo de la orientación maximalista de Milei, lo que no resulta modificado por la negociación legislativa en el sprint final, obligada por el curso inminente de una crisis cambiaria y las presiones del FMI. La estrategia de Milei tiende –objetivamente, de modo más o menos consciente– a la ruptura institucional. Aunque no parecen existir las condiciones para ello: las Fuerzas Armadas son un actor débil de la política argentina desde el fin de la dictadura militar en 1983 y el apoyo al nuevo gobierno no parece traducirse por el momento en la movilización y organización de masas necesarias para sostener un giro autoritario radical.
Sin embargo, los procesos de construcción de una sociedad autoritaria son graduales. La política del Ministerio de Seguridad limitó la protesta callejera, se encuentra en desarrollo una persecución política y judicial contra dirigentes de los movimientos sociales y participantes de las protestas contra el gobierno, mientras que el maximalismo oficialista se acompaña con un discurso inédito para un presidente en Argentina, al menos desde 1983, que tiende a naturalizar el macartismo, la misoginia, la lgtbfobia, etcétera, a incentivar el hostigamiento y la persecución política en redes e instituciones públicas y a reivindicar el accionar represivo de las fuerzas de seguridad. Algunas de estas dimensiones estuvieron presentes durante el gobierno de Macri, pero no configuraron una acción sistemática como sucede en la actualidad. La hipótesis de que el choque con la elite política termine, en algún momento, en un juicio político que lo destituya («golpe blando») no puede descartarse. Tampoco puede descartarse que, ante la falta de financiamiento externo, se precipite una corrida cambiaria y se desboque la inflación. Pero ¿cuáles serían los resultados si no hubiera intervención popular?
Las cuestiones fundamentales, por lo tanto, pasan por establecer cuál es el alcance del proceso de desmovilización previo y en qué medida puede revertirse. Los tiempos de la movilización y –a través de ella– de la recomposición popular no son necesariamente correspondientes con los tiempos de la ofensiva desatada desde el Estado. Pero esa recomposición es la contraofensiva misma, la reconstitución de los lazos sociales que socavan el fundamento de la mediación estatal autoritaria. Después de los grandes paros y movilizaciones de la CGT el 24 de enero, el 1° y el 9 de mayo, de la movilización feminista del 8 de marzo, de la enorme irrupción popular por la memoria del 24 de marzo y de la gran marcha universitaria del 23 de abril, solo cabe esperar una respuesta popular contundente y desde abajo que conmueva y agriete el escenario institucional, creando una nueva coyuntura. Eso esperamos y para eso actuamos.
Referencias
Levitzki, Steven y Way, Lucan (2004). «Elecciones sin democracia. El surgimiento del autoritarismo competitivo». Estudios políticos, 24, 159-176.
Piva, Adrián (2020). «Crisis del neoliberalismo y nueva ofensiva de las clases dominantes» en Jacobin América Latina (Impresa), n° 1, Primavera austral de 2020, pp. 54 – 60.
Piva, Adrián (2021). «Crisis y reestructuración en una economía dependiente e internacionalizada». Realidad Económica, 52 (344).
Piva, Adrián (2023). «Entre la resistencia y la desmovilización. Una aproximación cuantitativa al estudio del conflicto obrero en Argentina, 2006 – 2022». En Apuntes. Revista de ciencias sociales. (En prensa).
Piva, Adrián (2023b). «Más allá del 19 de noviembre». Jacobin América Latina (web). Disponible en https://jacobinlat.com/2023/11/19/mas-alla-del-19-de-noviembre/
Wright, Erik Olin (1983). Clase, crisis y estado. Madrid: Siglo XXI.
*Imagen principal, Francois Thevenet.
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/12/milei-desmovilizacion-popular-y-avance-autoritario/