por Francisco Fernández Buey
Nota de edición (SLA)
El próximo 5 de septiembre de 2025 se cumplirá el primer centenario del nacimiento de Manuel Sacristán Luzón (pocos días antes, 27 de agosto, los 40 años de su prematuro fallecimiento). Serán numerosos, así lo esperamos, los encuentros, conferencias, jornadas y congresos que se celebrarán para recordar y homenajear a uno de los grandes filósofos españoles del siglo XX, a un verdadero y nunca olvidado maestro de ciudadanos y universitarios, a uno de nuestros pensadores marxistas más sólidos, creativos e interesantes, fuertemente comprometido con una arriesgada praxis comunista democrática de la que fue militante (y durante años dirigente) activo durante unos 30 años. Intentaremos falsar entre todos la brillante (y pesimista) ocurrencia borgiana sobre centenarios: «noventa y nueve años olvidadizos y uno de liviana atención es lo que por centenario se entiende»
Para contribuir al recuerdo y homenaje, el colectivo Espai Marx ha acordado publicar semanalmente, a lo largo de 2025, trabajos del autor de Panfletos y materiales, intentando cubrir un amplio arco de reflexión, conocimiento, sugerencias y propuestas que abarcará desde sus primeros textos juveniles publicados en la revistas barceloneses Qvadrante y Laye hasta sus últimas cartas y su último escrito largo, la presentación del undécimo Cuaderno de Gramsci traducido por el helenista Miguel Candel, amigo y discípulo suyo.
En aras de abrir nuestro apetito lector, para ir preparando el recuerdo y homenaje, para «dar calor a la llama de siempre», Espai Marx publicará a lo largo de estas semanas de diciembre cuatro artículos de estudiosos de su obra. Francisco Fernández Buey (1943-2012), amigo, compañero y discípulo suyo, gran conocedor de su obra, maestro también de muchos de nosotros, es autor del primero de estos trabajos: «Manuel Sacristán en la historia de las ideas» se publicó en El legado de un maestro, Barcelona: FIM/El Viejo Topo, 2006 (edición de IVA y SLA), un libro que recoge las contribuciones del homenaje a Manuel Sacristán, organizado y coordinado por Iñaki Vázquez Álvarez (FIM), celebrado en otoño de 2005 en la Universidad de Barcelona.
Una buena parte de los escritos de Francisco Fernández Buey sobre Sacristán están recogidos en Sobre Manuel Sacristán, Barcelona: El Viejo Topo, 2005, edición de Jordi Mir Garcia y SLA. Véanse también sus declaraciones para los documentales de Xavier Juncosa, Integral Sacristán, El Viejo Topo, 2006.
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A mí el criterio de verdad de la tradición del sentido común y de la filosofía me importa. Yo no estoy dispuesto a sustituir las palabras «verdadero» y «falso» por las palabras «válido»/«no válido», «coherente»/«incoherente», «consistente/ «inconsistente». No; para mí las palabras buenas son «verdadero» y «falso», como en la lengua popular, como en la tradición de la ciencia. Igual en Pero Grullo y en boca del pueblo que en Aristóteles. Los del »válido/»no válido» son los intelectuales, los tíos que no van en serio.
MSL en 1979
I. Si Manuel Sacristán sólo hubiera escrito la monografía sobre Heidegger (1959) y la Introducción a la Lógica y al análisis formal (1964), ya con eso habría entrado en la historia de la filosofía en lengua castellana como un filósofo importante del siglo XX con pensamiento propio. En 1965, a sus cuarenta años, lo que Sacristán había aportado en esos dos libros sólo admitía comparación posible con lo que, antes y después de la muerte de Ortega, había escrito filosóficamente, desde otra perspectiva, Xavier Zubiri (Naturaleza, historia y Dios, Sobre la esencia y Lecciones de Filosofía).
Esto es lo que se pensaba en el mundo filosófico académico cuando yo estudiaba en la sección de filosofía de la Universidad de Barcelona, en la primera mitad de la década de los sesenta. Y, más o menos con estas palabras que he dicho aquí, es lo que oí decir a los filósofos con los que tuve relación entonces: a Emilio Lledó, a José María Valverde, a Francesc Gomá, a José Rodríguez Martínez, a Álvarez Bolado, etc. A la hora de comparar añadían, desde luego, el nombre de unos pocos filósofos entonces exiliados en América Latina con los que el pensamiento hispánico de la época quería enlazar o, aquí mismo, el de Aranguren o el de Tierno.
Si Manuel Sacristán sólo hubiera escrito esos dos libros que he mencionado seguramente estaríamos considerándole un pionero en el campo de la lógica formal y como un filósofo de orientación analítica comparable a otros pensadores europeos contemporáneos de parecida tendencia. Pero ya a mediados de la década de los sesenta Sacristán había escrito y publicado otras cosas cuyo conocimiento obliga a revisar esta posible ubicación suya en la historia de las ideas como lógico y filósofo analítico.
Pienso sobre todo en cuatro cosas: en lo que publicó, como cronista y crítico de la cultura, en la revista Laye en la década de los cincuenta; en su visión panorámica de la filosofía después de la segunda guerra mundial; en sus primeros escritos de aproximación al marxismo; y en sus ensayos sobre Goethe y Heine. Estas otras cuatro cosas permiten considerar a Sacristán, mediada, como digo, la década de los sesenta, no sólo como lógico y filósofo analítico sino también como ensayista y como historiador de las ideas.
Con el tiempo, y a medida que se ha ido imponiendo una aproximación transversal en la historia de las ideas, una aproximación menos compartimentada y excluyente que la que dominaba entonces en el mundo académico, se ha ido prestando al menos tanta atención al Sacristán crítico literario, lector atento de autores clásicos y contemporáneos, como al Sacristán lógico y filósofo. A esta recuperación han contribuido mucho las obras de Pinilla de las Heras, García Borrón, Laureano Bonet, Jordi Gracia y Juan Carlos Mainer, entre otros. De su mano, Sacristán ha entrado en la historia del ensayismo hispánico. Y ha entrado en esa historia con argumentos sólidos: valorando como se merecían sus lecturas de Goethe y Heine, su ensayo sobre el Alfanhuí de Ferlosio, sus notas sobre la dramaturgia contemporánea o su anticipadora introducción a la poesía de Brossa. Pues es ahí, en su lectura crítica de poetas, dramaturgos y narradores, donde Sacristán ha dado lo mejor que llevaba dentro como escritor. Es ahí, dialogando con Ferlosio y con Salinas, con Mann, con Goethe y con Heine, donde mejor se aprecia su dominio de la lengua castellana y su búsqueda de un estilo propio.
En dos de los escritos de finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta se puede ver, por otra parte, el excelente historiador de las ideas que Sacristán era. El primero de ellos es el ensayo que escribió para el suplemento sobre filosofía contemporánea de la Enciclopedia Espasa: una visión clara, rigurosa e informada de las corrientes filosóficas después de la guerra. El segundo, menos conocido y cuyo original en castellano seguramente se ha perdido (por lo que no podemos estimar hoy su valor desde el punto de vista de la creación lingüística) es su ensayo sobre la «alianza impía» entre positivismo y religión, publicado en catalán en la revista Nous Horitzons en 1961.
Los dos son ejemplo de rigor en el tratamiento de las ideas, con independencia de la simpatía que quien escriba tenga por las ideas de los pensadores de que se ocupa. Los dos son ejemplo de profunda atención al matiz y de respeto a los textos en la valoración de las ideas de otros. Y los dos son ejemplo de la capacidad que Sacristán tenía para dialogar con tradiciones filosóficas distintas y para pensar por cuenta propia, en continuación con las tradiciones filosóficas que más apreciaba.
En la panorámica que escribió sobre las corrientes filosóficas contemporáneas se puede apreciar el germen de otra virtud como escritor de la que Sacristán haría gala más tarde: la descripción contenida y la definición precisa de los conceptos clave de grandes libros de la historia de la filosofía. Eso es algo que iba a tener que cultivar con cierta frecuencia en la redacción de voces para enciclopedias, un género literario entonces en auge y hoy no siempre bien apreciado, pero que hay que saber valorar por lo que tuvo de difusión de ideas nuevas en un país en el que a la universidad sólo llegaba una minoría ínfima. Decir lo esencial de un autor o de la obra de un autor, y decirlo sin tergiversarlo o sin empobrecerlo para siempre, supone un ejercicio difícil y también contribuye a forjar un estilo de comunicación con el lector.
Pero tal vez donde más se aprecia el tipo de pensador que Sacristán quería ser es en su ensayo sobre la alianza impía, que puede ser considerado como un escrito de transición entre la crónica (que Sacristán consideraba un género de juventud y que había practicado en Laye) y el análisis crítico de las ideas, orientado ya a la exposición del propio punto de vista, que para entonces era inequívocamente marxista. Es ya un ensayo social y políticamente comprometido. Eso lo prueba, sin más, el lugar en que fue publicado [NE: La revista teórica del PSUC]. Pero es, sobre todo, un ensayo de filósofo comprometido con la verdad en la exposición de las ideas que critica y en la argumentación de las ideas que defiende: lleno de matices a la hora de distinguir entre positivismo, filosofía analítica y neopositivismo; y con los mismos matices al tratar del otro lado de la alianza, las corrientes religiosas. Es un ensayo denso, riguroso, sin concesiones, cuya lectura requiere atención y paciencia: en las antípodas de la caricatura dogmática y adoctrinadora a que tantos y tantos ensayos posteriores suelen reducir el marxismo que se practicaba en España y en Europa durante aquellos años. Tan alejado de esa caricatura que nadie, si lo lee hoy, identificaría aquella forma de razonar y de escribir de Sacristán con el tipo de compromiso dogmático y adoctrinador que se suele atribuir hoy en día al marxismo de la década de los sesenta.
Me ahorro y os ahorro aquí las citas del ensayo sobre «la alianza impía» que podrían servir para argumentar con detenimiento lo que acabo de decir. Lo mejor es leerlo. Armarse de paciencia y atención, y leerlo entero. El tiempo que nos ahorramos al prescindir de las citas lo voy a invertir en argumentar ahora por qué, a la vista de estos otros escritos que publicó entre 1950 y 1965, puede decirse que Sacristán era algo más que un lógico y un filósofo analítico y por qué esto realza su dimensión como pensador importante en la historia de las ideas.
De entrada, ya la lectura del ensayo sobre la alianza impía permite corregir la idea de que el filosofar de Sacristán en los sesenta era un híbrido de marxismo y neopositivismo; una idea que algunos han sacado de una interpretación apresurada de su prólogo al Anti-Dühring de Engels y que tiene que ver con una confusión todavía muy extendida, la consistente en reducir toda filosofía analítica a lo que fue una corriente de la misma, la corriente neopositivista. La peculiaridad de Sacristán como filósofo, ya en aquellos años, antes y después de que escribiera el prólogo al Anti-Dühring, es que, precisamente por su conocimiento de la historia de las ideas y por su dominio de las corrientes del pensamiento contemporáneo, al hacerse marxista pudo y supo filosofar sin necesidad de alianza (ni impía ni pía).
Otros filósofos contemporáneos han subrayado la autonomía filosófica del marxismo, sin duda, pero sólo él y unos pocos más se atrevieron, en la segunda mitad del siglo XX, a pensar reafirmando la proclama de Marx a favor de la autonomía filosófica del materialismo histórico sin quedarse en ella para hacer marxología, o sea, proyectando esa declaración de intenciones sobre los problemas socio-económicos y socio-culturales de un mundo nuevo y dialogando con las corrientes filosóficas que algo habían innovado desde la muerte de Marx. Proyectar y dialogar críticamente es lo que se entiende por pensamiento propio cuando previamente se ha declarado que se va a pensar y a actuar en el marco de una tradición.
Cuando se habla de pensamiento propio ya se está dando por supuesto, en cierto modo, que el autor del que se trata no va a caber en ninguno de los cajones en que suele dividirse la historia oficial de las corrientes filosóficas. El pensamiento propio tiene que ver con la originalidad en el mejor de los sentidos de la palabra (no con el narcisismo intelectual ni con el proponerse a uno mismo como potencial descubridor de mediterráneos). Sacristán era un filósofo con pensamiento propio, un pensador original ya en la década de los sesenta.
¿Qué quiere decir en este caso original? Quiere decir que, por su atención a la historia (y no sólo a la historia de las ideas, sino también a la historia material de los seres humanos), por su afición a la literatura, a la poesía y a las prácticas artísticas y por el tipo de su compromiso cívico, Sacristán no podía ser ya sólo un lógico formal ni un filósofo analítico académico.
Con lo cual no estoy queriendo decir que no cumpliera con las normas de la filosofía académica, sino que no era eso lo que más le interesaba. Cuando escribió su panorámica de la filosofía después de la segunda guerra mundial ya dejó claro que su criterio principal para la selección de los autores estudiados era el peso de los mismos «en la determinación de la vida espiritual de la época» y no «el tecnicismo dominante en las academias.»
Aun en el caso de que las circunstancias que le tocó vivir en aquella época le hubieran permitido dedicarse preferentemente a la lógica formal y al análisis, o sea, a prolongar académicamente lo que había escrito en sus dos principales obras, la tesis doctoral y el manual de Lógica, Sacristán habría sido, por lo que he apuntado más arriba, un lógico atípico y un filósofo analítico también atípico. Un lógico tan atento al menos a la dialéctica como a los formalismos de la lógica matemática; y un filósofo analítico tan interesado al menos en los llamados «sinsentidos» filosóficos como en la construcción lógica de los lenguajes científicos: un lógico y un filósofo analítico –para decirlo parafraseando a Einstein– sin el miedo que los filósofos analíticos de aquella época tenían a la metafísica.
Por eso, caso raro entre los filósofos contemporáneos, empezó siendo un marxista que dialoga sin miedo con el pensar esencial heideggeriano argumentando su preferencia por el análisis racional; y fue luego un lógico y marxista que dialoga con la filosofía analítica contemporánea sin miedo a proclamar el valor heurístico de la dialéctica como metódica, como pensar praxeológico.
Jean-Paul Sartre decía por entonces que una de las debilidades de los marxistas contemporáneos fue el no haberse atrevido a medirse con la filosofía existencial de Martin Heidegger. Sacristán hizo eso, ya a finales de la década de los cincuenta, y con detalle, leyendo a Heidegger sin complejos. Albert Einstein había dicho, en una célebre reseña de Bertrand Russell, que el principal defecto de la filosofía analítica, obsesionada por la semántica, era su horror a la metafísica, no sólo a la especulación en general. Sacristán, en lo que escribió como epistemólogo de orientación marxista, nunca cayó en ese defecto de la corriente neopositivista.
Tal vez también por eso, en su evolución filosófica, Sacristán nunca necesitó las muletas filosóficas del existencialismo en boga, ni fue «positivistón», como dijo una vez amigablemente Javier Muguerza, cuando se dedicaba preferentemente a la lógica y al análisis. Tampoco fue, ni siquiera en la década de los sesenta, un marxista al que se pudiera adscribir a alguna de las corrientes del marxismo entonces establecidas. Por una parte, apreciaba demasiado el análisis y la filosofía analítica de la ciencia como para haber sido un marxista historicista; y, por otra, apreciaba lo suficiente la historia y la historiografía como para haberse convertido en un marxista estructuralista: sus conocimientos de la ciencia en su historia eran demasiado amplios y sólidos. De ahí su distancia respecto de marxistas cuya orientación apreciaba en otras cosas, como Lukács, Althusser y Colletti.
Sacristán aceptó la crítica de Einstein en su reflexión sobre la filosofía analítica contemporánea y alabó la crítica de Quine a la pretensión de construir una lógica dialéctica alternativa. Esto le acerca a la filosofía de base científica del siglo XX. Pero al mismo tiempo pensó que, aunque la dialéctica no es una lógica, ni una ciencia, ni un método en sentido propio, tampoco es un mero flatus vocis, sino una metódica o un estilo de pensamiento con potencialidades heurísticas relevantes allí donde no alcanza el análisis reductivo practicado por las ciencias. Algo así habían pensado otros clásicos de la historia del pensamiento racional, desde Aristóteles a Goethe. Justamente en sus aproximaciones al concepto de dialéctica es donde mejor se ve, en mi opinión, la vena clasicista del filosofar de Sacristán.
Se podría decir, pues, que Sacristán fue elaborando su propio filosofar (sobre las concepciones del mundo, sobre diferentes aspectos del conocimiento científico o del conocimiento ordinario o acerca de la praxis socio-política) apoyándose, según los temas que trataba, en Marx, al que siempre leyó libremente; en Gramsci, cuyo concepto del filosofar orientado a la praxis apreciaba, aunque lamentara su escasa formación epistemológica; o en las máximas y reflexiones de Goethe, por lo que éstas sugerían sobre el conocer y el actuar mediante hipótesis.
II. Querría ahora dedicar unos minutos a la ubicación del pensamiento de Sacristán en la historia de los marxismos de la segunda mitad del siglo XX. Y subrayar, también en esto, su originalidad. Para lo cual seguramente lo más directo es partir de una declaración suya, hecha casi al final de su vida: Nunca me gustó la epistemología predominante en la tradición marxista. Siempre me pareció que en ese campo eran mejores las escuelas marxistas minoritarias1.
La crítica a la debilidad epistemológica de las corrientes marxistas afloraría tanto en la estimación del filosofar de Gramsci y de Lenin como en el diálogo que estableció con Lukács y con la Heller de la etapa de Budapest, o en la controversia con Althusser y con Colletti2. La finalidad de esta crítica era evitar al marxismo contemporáneo el doble escollo del ideologismo y de la escolástica cientificista, o sea: la tendencia a «imponer a las teorías científicas en sentido estricto los rasgos totalizadores propios del pensamiento revolucionario» y la tendencia a «atribuir al marxismo el estatuto epistemológico de la teoría científica en sentido estricto»3.
¿Dónde radica la originalidad de este punto de vista en el marco de los marxismos hispánicos? A esa pregunta se podría contestar como sigue. Si la forma principal de expresión del marxismo de Sacristán (tan emblemática como modestamente significada en el rótulo de «Panfletos y materiales») enlaza, a través de condicionamientos externos muy parecidos, con el tronco común del pensamiento socialista en España, y si su insistencia en subrayar (en el conjunto de la obra de Marx) el programa crítico, favorable a la emancipación de las clases sociales subalternas, da fundamento y desarrolla la intención revolucionaria de una parte del socialismo hispánico, en cambio, la atención prestada a la cuestión del método y a los problemas epistemológicos le aleja de lo que fueron siempre las preocupaciones y temas dominantes de este último.
Concretando un poco más: la característica más saliente del marxismo de Sacristán, lo que permite hablar razonablemente de originalidad (y esto no sólo en el contexto del pensamiento socialista hispánico) ha sido la acentuación de la naturaleza anti-ideológica del pensamiento revolucionario que tuvo su origen en Marx. Tal orientación está expresada ya por Sacristán en 1965 con inequívoca rotundidad: El pensamientro de Marx ha nacido como crítica de la ideología y su tradición no puede dejar de ser anti-ideológica sin desnaturalizarse.4
Desde 1965 este tema aparece en los escritos de Sacristán como un hilo conductor que vertebra varias de sus discusiones con autores marxistas de diferentes generaciones. Está en el centro de las objeciones que hizo al uso gramsciano del concepto de ideología en los Quaderni del carcere; ocupa igualmente un lugar central en la discusión con el Lukács de La destrucción de la razón; alcanza un nuevo desarrollo en la estimación, otra vez crítica, del concepto leniniano del marxismo (según la cual también éste seguiría teniendo un elemento ideológico); y rebrota en una equilibrada presentación de los primeros resultados de la denominada Escuela de Budapest. En todos esos casos (que corresponden a ensayos publicados hasta principios de los años ochenta) Sacristán no ha dejado de afinar y profundizar en este motivo: la eliminación de la especulación ideológica en el pensamiento socialista.
En 1967 esta tarea le parecía «el programa más fecundo que puede proponerse para el marxismo contemporáneo», o sea, el programa de la hora. Luego, en el marco de la discusión con lo que llamó el panideologismo de Lukács, Sacristán se enfrentó abiertamente incluso a un riesgo que él mismo había señalado con preocupación (el de ser confundido por marxistas de orientación hegeliana con los teóricos del «final de las ideologías»). A pesar de lo cual, se distancia de la caracterización del marxismo como concepción del mundo para proponer una distinción precisa entre ésta (la cosmovisión) y lo que deba ser un programa crítico revolucionario. Ahí está la base filosófica de lo que podríamos llamar su marxismo laico.
Admitiendo que el asunto de la caducidad de las ideologías se ha concretado por el momento en una nueva ideología reaccionaria, en la ideología del fatalismo tecnológico, niega Sacristán que la conciencia crítica haya de aceptar por eso «el ser albergada por la magnificencia sin cimientos de las concepciones del mundo estructuralmente románticas». Esta, la concepción del mundo, no puede ser para el pensamiento revolucionario mediación entre programa práctico racional y conocimiento positivo, porque mezcla «teoría» en un sentido muy vago (o pseudoteoría) con finalidades y valoraciones que no son reconocibles como tales.
De ahí que la lucha marxiana contra la obnubilación de la conciencia, la crítica de las ideologías, incluso en el pensamiento revolucionario de formación marxista, se materialice para Sacristán en una hipótesis general, en la cual «la mediación tiene que ser producida entre estas tres cosas: a) una clara conciencia de la realidad tal cual ésta se presenta a la luz del conocimiento positivo de cada época; b) una conciencia clara del juicio valorativo que nos merece esa realidad y c) una conciencia clara de las finalidades entrelazadas con esa valoración, finalidades que han de ser vistas como tales, no como afirmaciones (pseudo)-teóricas».5
Hay que decir que esta lanza anti-especulativa y anti-ideológica, en favor de la claridad de la conciencia científica y político-moral, fue rota por Sacristán a contracorriente, o sea, justo en un momento en el cual las luchas obreras y estudiantiles estaban propiciando en España y en Europa una nueva recuperación unilateral del culturalismo idealista y voluntarista con que lo mejor del marxismo de los años veinte había tratado de oponerse al achatamiento de la tradición revolucionaria por las socialdemocracias.
En ese contexto la propuesta anti-ideológica de Sacristán debe leerse, en mi opinión, como una advertencia del siguiente tenor: la recuperación teórico-práctica del marxismo no se hará mediante un nuevo retorno, volviéndose nuevamente hacia Hegel, sino mirando de frente a lo que hay, al presente, enlazando para ello con el conocimiento empírico, con el cultivo de las ciencias (naturales y sociales) positivas. Pero –y ahí está la clave de la lectura que propongo– en los ensayos que Sacristán escribió en esa época dicha advertencia cubría al mismo tiempo otro flanco: no hacerse la ilusión de que el marxismo es la ciencia sin más (o «la gran ciencia» o «la otra ciencia», como a veces se decía).
Frutos de esta prudencia dialéctica, que desde el primer momento no quiso pagar un tributo considerado innecesario al origen hegeliano de la dialéctica, fueron también intervenciones teórico-políticas o político-culturales acerca, por ejemplo, del lugar de la filosofía en los estudios superiores o sobre la universidad y la división del trabajo6, intervenciones en las que aún es más patente la aspiración de Sacristán a un pensamiento crudo (a un concepto de dialéctica próximo al brechtiano) que por necesidad tenía que resultar entonces polémico. En cualquier caso, aquel «programa de la hora» se fue ampliando temáticamente en los papeles escritos en los años setenta, buena parte de ellos publicados ya en las revistas barcelonesas Materiales (1977-1978) y mientras tanto.
Siempre he pensado que fue precisamente este equilibrio suyo entre crítica radical de las ideologías y del ideologismo y reafirmación de la práctica revolucionaria lo que dejó a Sacristán en minoría entre los marxistas hispánicos y le situó en una posición excéntrica entre los marxismos europeos contemporáneos. Pues buena parte de quienes aceptaban lo primero (la premisa epistemológica) negaban lo segundo; y buena parte de quienes estaban de acuerdo con lo segundo (la reafirmación de la praxis revolucionaria) preferían un uso más laxo de ideología (a lo sumo, el uso gramsciano). En cambio, en el marxismo de Sacristán hubo siempre una tensión constante entre tradición y modernidad, entre un concepto del comunismo marxista como tradición cultural autónoma de los de abajo y una apertura, también constante, a sugerencias procedentes, en primer lugar, de las ciencias contemporáneas y, en segundo lugar, de otras tradiciones comprometidas en la lucha por la emancipación del género humano.
Desde mediados de los setenta, y muy particularmente en la etapa de mientras tanto, Sacristán observó, e hizo observar a los otros, que los dos polos de la tradición socialista marxista (ciencia y proletariado) han cambiado tanto que tienen dificultades en reconocerse. Recomponer esta tensión pasaba, según él, por complementar la problemática clásica del movimiento obrero con las aportaciones de los nuevos movimientos sociales que surgen de las contradicciones específicas del capitalismo imperialista.
Lo que seguramente da un matiz nuevo y diferenciador a la obra del último Sacristán es la acentuación, en su marxismo, de una vena cultural y políticamente libertaria, apreciable, por ejemplo, en su discusión con el comunismo autoritario del filósofo alemán W. Harich, en su consideración crítica del autoritarismo de las democracias representativas contemporáneas, en la importancia concedida a la creación de comunidades alternativas sobre la base del trabajo voluntario, o en su orientación final hacia el federalismo en lo cultural.
III. Al analizar comparativamente los escritos del Sacristán joven (en los años cincuenta) con sus últimos escritos de los ochenta se descubre que existe algo así como un mismo hilo –talante clásico, pensamiento dialéctico– que va uniendo motivos, preocupaciones y argumentos en su obra. Así, por ejemplo, la juvenil aspiración a un nuevo clasicismo, tan vinculada al interés por la dramaturgia norteamericana del momento en clave neoclásica, aquella búsqueda de lo que el joven Sacristán consideraba dar calor de hoy a la llama de siempre, no puede dejar de relacionarse con la caracterización madura del comunismo como tradición liberadora (en lugar de poner el acento en el marxismo en tanto que teoría).
Más allá de las diferencias de acento, son varias las ideas de fondo que persisten, que reaparecen una y otra vez, como ocurre a veces con ciertas secuencias de los directores de cine grandes: la atracción por la iluminación mística; la descalificación fulminante del progresismo mercantilista; el anudamiento del clasicismo artístico con la pasión por la verdad del pueblo, por la verdad de Pero Grullo; la atención hacia lo nuevo como forma propia de ocuparse del tejer la tela vieja de la entera vida; el barnizar siempre las cosas bien de negro para que luego resalte mejor la tiza que ha de corregir el panorama; el optimismo histórico de fondo que resalta sobre el escepticismo clásico…
En esa perspectiva aún puede resultar de interés la lectura comparada de «Tres grandes libros en la estacada» (artículo publicado en la revista Laye a finales de 1952)7 y de la comunicación sobre ecología política, escrita en 1979, y que en cierto modo representa una nueva inflexión en el pensamiento de Manuel Sacristán, el giro hacia un punto de vista eco-socialista, hacia un socialismo ecológicamente fundamentado8. El Sacristán de 1979 no es ya el joven licenciado en filosofía que discute con el existencialismo y se fija en la formación nietzscheana del protagonista del Doktor Faustus de Tomas Mann, sino que es un marxista de solidísima formación epistemológica y con una gran experiencia político-cultural. Pese a lo cual, el lector atento captará, en esa comparación, una vez más la misma preocupación fundamental, la misma radicalidad en el análisis y la misma veracidad a la hora de proponer alternativas.
En 1952, la reseña simultánea de La bomba increible de Salinas, de 1984 de Orwell y del Doktor Faustus de Mann daba ocasión a Sacristán para abordar la discusión de uno de los grandes temas, que encontramos también en su obra del final de la década de los setenta: la crisis cultural, la crisis de nuestra civilización, analizada en aquel caso a través de la literatura y en sensibilidades diferentes. Es notable hallar en esa reseña el cañamazo de algo que más tarde aparecería explícitamente tratado y argumentado en el plano de los proyectos político-culturales: la crítica del pesimismo descriptivo y del pesimismo sentimental ante el asunto de la técnica contemporánea.
En 1952 había en el joven Sacristán una curiosísima combinación de motivos nietzscheanos en la caracterización de la crisis a lo Mann con un optimismo racionalista que le permite hacer depender la superación de la crisis exclusivamente del conocimiento de la misma, o escribir frases como ésta: «Puesto que según esos pesimismos la técnica no es nada sustantivo, una sociedad amenazada de muerte por su técnica puede abandonarla y obviar el peligro». De ahí se seguía la preferencia del joven Sacristán (preferencia comparativa, claro está) por el tratamiento del asunto que hace Thomas Mann, un planteamiento en el que veía mayor profundidad y mayor verdad que en el catastrofismo sentimental o en la utopía literaria.
El origen profundo de la crisis cultural bajo el capitalismo no hay que buscarlo, según el joven Sacristán, ni en la Bomba ni en la maldad técnico-política que conducirá a un hipotético 1984. Ya entonces Sacristán era demasiado clásico para ver novedades esenciales de época en cuestiones de técnica o de moral. El origen de la crisis tiene que rastrearse más bien, siguiendo a Mann, en la tendencia espiritual hacia la nada, hacia las meras formas, hacia los contenidos formales, en esa marcha depuradora en cuyo límite está «una vida hecha de naderías».
Veintitantos años después Sacristán había corregido algo el optimismo histórico que en 1952 le hacía infravalorar el riesgo de la Bomba por comparación con el peligro esencial que representa el nihilismo, o que le llevaba a considerar la nuestra como «la menos brutal de las crisis», justamente por el hecho de saber que estamos en crisis, por la luz que arroja la conciencia sobre el cuadro bien barnizado de negro.
Pero con esas diferencias (que vienen dadas, sin duda, por una reconsideración de la dialéctica histórica desde el marxismo y por la experiencia del militante comunista que ha aprendido a traducir en términos de práctica político-moral la convicción goethiana de que en el principio fue la acción), el equilibrio, la mesura clasicista entre el vitalismo y la razón seguirán dominando en el último Sacristán. La crítica del pesimismo sólo descriptivo y del pesimismo sentimental ha sido sustituida ahora, ya en la madurez, por la discusión con la dialéctica negativa, que cree poder seguir haciendo avanzar a la historia por el lado malo, y con los varios ecologismos irracionalistas que desprecian ciegamente la ciencia, toda ciencia. Frente a la crónica (a la que siempre consideró un género juvenil) y al tratamiento literario, sólo metafórico, Sacristán prefería en 1979 una aproximación más analítica, más científica, al problema de la crisis cultural. Queda en ellos, sin embargo, la misma concepción clasicista de la juventud y el mismo concepto de la dialéctica histórica que le impulsarían en la vejez a adoptar como lema los versos de Hölderlin: De donde nace el peligro/ nace la salvación también9.
Notas
1 En entrevista concedida a Gabriel Vargas Lozano para Dialéctica (Universidad de Puebla); reproducida en Pacifismo, ecologismo, política alternativa, Barcelona: Icaria, 1987, pp. 100-122. En ese contexto Sacristán aludía a Otto Neurath y Karl Korsch, sobre todo.
2 Véase a este respecto: «La formación del marxismo de Gramsci», en Panfletos y materiales I: Sobre Marx y marxismo, Barcelona: Icaria 1983, pp. 62-115; «El filosofar de Lenin», ibid. pp. 133-176; «Sobre el marxismo ortodoxo de G. Lukács», ibid. pp. 232-250; «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia», ibid., pp. 317-367 [NE: Puede verse ahora en Montesinos, 2022, edición de David Vila Morales y SLA]; y sus notas de lectura de Colletti (cuaderno depositado en la Biblioteca de la Facultad de Economía y Empresa de la UB).
3 En Panfletos y materiales, I: Sobre Marx y marxismo, ed. cit. pp. 257-259.
4 Ibidem. p. 57.
5 Ibid. pp. 108-112.
6 Cf. Panfletos y materiales II: Papeles de filosofía, Barcelona: Icaria, 1984, pp. 356-381, y PyM III: Intervenciones políticas, Barcelona: Icaria 1985, pp. 98-152.
7 Ahora en Panfletos y materiales, IV: Lecturas, Barcelona: Icaria, 1986, pp. 17-29.
8 En mientras tanto nº 1, Barcelona, noviembre/diciembre de 1979; ahora en Pacifismo, ecologismo y política alternativa, ed cit., pp. 37-40.
9 F. Hölderlin, «Patmos», en Poesía completa, tomo II, edición bilingüe. Hiperión, Madrid, 1979, pp. 140-141.
Fuente: https://espai-marx.net/?p=16750