por Claudio Katz
Desde su llegada a varios gobiernos, los exponentes del nuevo curso progresista han auspiciado el relanzamiento de la integración regional. Estas tentativas involucran especialmente a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Ese organismo surgió en el año 2010, impulsado por los referentes del progresismo anterior. Esos promotores conformaron, por primera vez, una institución integrada por los 33 países de la región, con la presencia de Cuba y la exclusión de Estados Unidos.
En la década pasada, los artífices de la restauración conservadora congelaron esa iniciativa y bloquearon el funcionamiento de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR). Este último organismo perdió 7 de sus 12 integrantes originales y estuvo al borde la clausura cuando el presidente de Ecuador auspició el cierre de su sede en Quito.
En el 2022, López Obrador motorizó el primer resurgimiento de la Celac y a principios de 2023 se consumó su revitalización en Buenos Aires. A este evento concurrieron dos mandatarios de centroizquierda recientemente electos (Lula, Petro), junto a otros surgidos de comicios previos (Luis Arce, Boric, Xiomara Castro) y su delegado del referente centroamericano (López Obrador). El anfitrión, Alberto Fernández, sumó además al exponente de un proceso revolucionario (Díaz Canel) y a voceros del presidente más impugnado por el establishment regional (Maduro).
¿Se recompondrá el Mercosur?
La centralidad que tuvo el presidente mexicano en el primer encuentro de la Celac fue sustituida en la segunda reunión por el estrellato de Lula. Esa gravitación sintonizó con la estrategia propiciada por el mandatario brasileño para recuperar el protagonismo regional de Brasil estrechando lazos con Argentina.
El motor de ese relanzamiento fue la reconstitución del Mercado Común del Sur (Mercosur). Lula suscribió con su par argentino un ambicioso acuerdo para recrear la integración de ambas economías en 15 áreas, complementadas por 14 ejes de convergencias políticas. Por esa vía, intentó reposicionar a su país al frente de la región en las negociaciones con las grandes potencias.
Pero esa revitalización del Mercosur exige recomponer, de manera previa, el equilibrio interno en Brasil entre dos sectores capitalistas muy disímiles: los agroexportadores y los industriales. Lula, con el reinicio de las negociaciones para concretar el acuerdo de libre comercio del Mercosur con la Unión Europea, apuntala al primer segmento. Macri y Bolsonaro estuvieron a punto de firmar ese convenio en 2019, pero no lograron vencer las prevenciones del protegido agro europeo (especialmente francés) contra el potencial aluvión de exportaciones competitivas desde América del Sur.
Lula buscó el acompañamiento de Argentina (y del agronegocio de Argentina) para llegar a un arreglo. Propuso cláusulas ambientales que resguarden a los socios del Viejo Continente de una inundación de mercancías provenientes del Nuevo Mundo. Esas normas prohibirían exportar alimentos generados en las zonas deforestadas, lo que introduciría una autorrestricción al volumen de productos embarcados.
La gran campaña de Lula contra los latifundistas –que expanden la soja y la ganadería mediante la devastación de la Amazonia–, combina la protección del medio ambiente con una limitación de las exportaciones a Europa. El mandatario ya logró el desbloqueo de fondos internacionales para el resguardo ambiental y promete conectar cualquier incremento de las ventas externas a la mayor productividad del sector (y no a la extensión de la frontera agropecuaria).
Pero la Unión Europea exige mayores garantías de restricción exportadora y presiona alegando su preocupación por el medio ambiente. Con ese pretexto, amenaza con sancionar a los países sudamericanos que violen los parámetros de resguardo climático fijados por el Viejo Continente.
Por su parte, los industriales de São Paulo son reacios a un convenio con Europa que no abre nuevos mercados e involucra el riesgo de adversas importaciones. Obtuvieron, en cambio, enormes beneficios con el relanzamiento del Mercosur. Los fabricantes paulistas se lucran con esa unión aduanera en el sector automotriz y son los candidatos a obtener mayores ganancias en las ramas que serían incentivadas en las próximas negociaciones (naval, textil, calzado).
Brasil es el cuarto mayor inversor extranjero en Argentina y los capitalistas de su industria usufructúan del déficit comercial que afronta su socio fronterizo. El empresariado paulista apuntala esos negocios mientras motoriza la incorporación de nuevas líneas de exportación (aprovisionamiento bélico) a los acuerdos del Mercosur.
Lula también incentivó el uso de un mecanismo de financiación del comercio interregional a través de una unidad de cuenta que ya existe, pero que hiberna desde 2008. Ese instrumento permite acotar el uso de dólares para el intercambio entre los dos países mediante créditos otorgados y compensados por los bancos centrales, utilizando un medio de pago propio.
El promocionado signo común (Sur) cumpliría, en los hechos, esa función y complementaría los mayores créditos que proveería Brasil a su cliente argentino para financiar las consiguientes exportaciones.
Este esquema es muy corriente en la actividad comercial de otras regiones y tuvo un esbozo en los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) con el Sucre [Sistema único de compensación regional]. Pero se encuentra muy lejos de la moneda común o el fondo de estabilización compartido que cimentaría una Nueva Arquitectura Financiera. Por ahora, favorece un gran incremento de las ventas del empresariado brasileño.
Debilidades estructurales
Las propuestas financieras de Brasil aportan un desahogo inmediato a la falta de divisas que padece Argentina para la provisión corriente de sus importaciones. Esta carencia es consecuencia de la asfixiante supervisión que ejerce el Fondo Monetario Internacional (FMI) sobre sus menguantes reservas.
Pero nadie sabe cómo garantizaría el Banco Central de ese país los compromisos que entraña el convenio. Otro interrogante son los efectos del mayor déficit en el comercio industrial que anticipa el acuerdo. Ciertamente, existe una correlación positiva entre el crecimiento de Brasil y el Producto Bruto Interno (PBI) de Argentina. Pero la locomotora paulista opera mediante la subordinación de su vecino del sur.
Esa sujeción económica se afianzará con la financiación brasileña de la ampliación del gasoducto argentino que distribuye el combustible generado en Vaca Muerta. Ese abastecimiento energético –que llegaría a Porto Alegre a precios competitivos– es el principal atractivo inmediato de la renovación del Mercosur para los industriales brasileños. Esos fabricantes se enfrentan a la declinante oferta del gas boliviano, muy afectado por el agotamiento de sus reservas.
En un plazo muy breve, Argentina podría triplicar sus exportaciones gasíferas, pero afianzando el perfil extractivista de una economía definitivamente encarrilada hacia la primarización.
La recreación del Mercosur también requiere la permanencia de Uruguay, que tantea un Tratado de Libre Comercio (TLC) con China. El establishment de ese país pretende multiplicar sus exportaciones básicas y no cuenta con ninguna industria amenazada por el esperable aluvión de importaciones asiáticas. Sus voceros promueven un modelo de extractivismo extremo, que negocian con el mejor postor externo, destruyendo los bienes comunes del país. Lo ocurrido con el agua es un ejemplo de esa degradación. Uruguay es un país templado, húmedo, irrigado por numerosos ríos y arroyos, pero se está quedando sin fuentes acuíferas por la omnipresencia de la celulosa, la soja transgénica y la ganadería intensiva. Estas actividades combinan la irracional absorción de agua con un mayúsculo despliegue de toxicidad.
Lula busca disuadir a Lacalle Pou de concertar un acuerdo unilateral con China, subrayando el atractivo exportador que ofrece el prometido convenio del Mercosur con la Unión Europea. También sugiere un posterior arreglo con China bajo su propio liderazgo. Con ese mismo propósito de conducción brasileña, propicia introducir a Bolivia y reincorporar a Venezuela al Mercosur.
Pero la reactivación de ese organismo presupone una vitalidad que no se avizora en la economía brasileña. El PBI per cápita de ese país se encuentra virtualmente congelado desde hace más de una década y el empleo no crece. Ese estancamiento desborda la coyuntura y no es una mera consecuencia del escenario internacional adverso generado por la pandemia y la guerra.
Brasil arrastra un serio retroceso desde hace muchos años; retroceso que obedece a las debilidades estructurales de una economía semiperiférica afectada por la reorganización del capitalismo mundial. Debido a ese declive, no cumple en la región un papel equivalente a Alemania en la Unión Europea y tampoco exhibe la vitalidad productiva requerida para reencauzar el Mercosur.
Esa endeblez explica por qué la derrota del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) –y el consiguiente freno del proyecto de libre comercio impulsado por Estados Unidos–, no derivó en un despunte de la unión aduanera sudamericana. Al contrario, ese convenio languideció, mientras sus socios menores exploraban alternativas de enlace con otros referentes de peso.
Además, en su propia gestión anterior, Lula socavó la iniciativa de forjar un organismo financiero regional (Banco del Sur) para privilegiar los negocios de las empresas brasileñas a través de una entidad propia: el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES).
Por lo tanto, el Mercosur afronta serias dificultades internas para transformar a la Celac en un gran motor de la integración latinoamericana. Esas limitaciones han quedado potenciadas por la llegada de Milei a la presidencia argentina, con un proyecto hostil a cualquier entrelazamiento económico de Sudamérica. No se sabe aún como incidirá ese rechazo en las negociaciones del acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea.
En la última secuencia de los preliminares para las negociaciones, los puentes abiertos por Lula con altos funcionarios del Viejo Continente chocaron con la oposición de Macron en Francia y Fernández en Argentina. Por el contrario, los voceros de Milei se mostraron afines a lograr un acuerdo. La diversidad de postura en juego en torno a ese convenio ilustra la plasticidad entrecruzada de intereses del agronegocio y la industria de Europa, Francia, Brasil y Argentina. Esas fuerzas disgregantes afectan tanto al Mercosur como a la Celac.
Fractura desde adentro
El principal obstáculo que afronta la Celac para reactivar la integración regional es la preeminencia de los TLC [Tratado de libre comercio] de sus miembros con el resto del mundo. Esos convenios son convalidados por los gobiernos de la nueva oleada progresista. Nadie discute su continuidad.
En los países donde están consolidados tampoco se evalúa su revisión. Se los considera como un dato natural de la economía; por eso prosperan las iniciativas de ampliación a otros rincones del planeta. La consiguiente fractura de la región –que siempre propició el neoliberalismo– es aceptada, de hecho, por sus rivales de centroizquierda.
Este escenario es muy visible en los cuatro integrantes de la Alianza del Pacífico, cuyas nuevas administraciones progresistas han ratificado los TLC vigentes. La meta del arancel cero es enaltecida, avalando la ampliación del comercio sin restricciones con la región asiática.
En Chile, se verifica el mayor apego a esos convenios. El gobierno de Boric no solo bendijo su vigencia, sino que dio luz verde a la incorporación del país al Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP-11) con las principales economías de Asia-Pacífico. Ese tratado abre las aduanas a todo tipo de importaciones y apuntala la apropiación foránea de los recursos naturales. El gobierno liberó incluso las trabas que, desde el año 2019, afrontaba en el Congreso ese pacto.
Tampoco la frustrada Convención Constituyente chilena examinó cambios en los mecanismos comerciales del modelo neoliberal. Sus leves sugerencias de revisión quedaron tan archivadas como la reconsideración de la gestión del cobre, la modificación de las regalías mineras, la reformulación del impuesto a la renta o la remodelación del sistema privado de pensiones.
El mismo amoldamiento auspició el caótico gobierno peruano de Castillo. Ese mandatario había propuesto revertir el brutal extractivismo imperante en la minería, pero esa promesa fue olvidada. La irracional apertura comercial que consumó Perú ha llevado a ese país a exportar papas recién cosechadas, que vuelven congeladas y empaquetadas al mercado local.
En Colombia, Petro ha subrayado que las prioridades de su país se ubican en el terreno político de concertar la paz. Sus economistas evalúan igualmente una reforma tributaria para incrementar la recaudación y otorgar ciertas mejoras sociales. En esa agenda, los TLC son intocables, a pesar de la destrucción que provocaron en ciertas ramas de la producción, como la actividad lechera. El énfasis del nuevo presidente en la protección del medio ambiente también choca con la vigencia de esos convenios.
La gestión de López Obrador comenzó con la ratificación del renovado acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Ese tratado consolida la permanencia de México en el área del dólar y explica la reticencia que exhibe AMLO a cualquier proyecto futuro de moneda común latinoamericana.
A su vez, sus voceros defienden la continuidad del entrelazamiento con Washington y Ottawa con argumentos distanciados del neoliberalismo. Afirman que la proximidad con el Norte permitirá acrecentar la autonomía de México, al facilitar un desarrollo que ampliará la soberanía del país. Proponen “estar más cerca de Estados Unidos, para ser más autónomos del gigante”.
Pero hasta ahora no se ha corroborado ninguna expansión significativa de la economía por derrame del T-MEC. Al contrario, el tratado recrea los incontables desequilibrios de la producción y el consumo. México arrastra un bajo crecimiento con alta desigualdad, éxodo rural e informalidad laboral, que explican la dramática envergadura del narcotráfico. El convenio con Estados Unidos no genera un perfil diferenciado del regresivo estándar latinoamericano.
La expectativa de mayor autonomía por mayor cercanía presenta, además, serias contradicciones conceptuales. Supone un afianzamiento de los vínculos con Estados Unidos, que siempre indujeron a rumbos contrapuestos con la soberanía. Salta a la vista la contundente tensión de ese curso con la proclamada meta de la unidad latinoamericana.
En la región, todas las variantes de TLC vigentes favorecen los negocios de los grupos exportadores en desmedro del crecimiento interno. Esos sectores priorizan los réditos inmediatos de las ventas externas al desenvolvimiento articulado que pavimenta la integración. La Celac responde a esta contradicción con ambigüedades. En sus eventos, se repiten los discursos de la hermandad latinoamericana, pero sin transitar por ninguno de los pasos requeridos para consolidar esa familiaridad.
Algunos participantes de la cumbre de Buenos Aires, como Petro, reconocieron esa impotencia (“hablamos mucho de unirnos, pero hacemos poco por hacerlo realmente”). El balance general del encuentro corroboró ese diagnóstico. El gran problema radica en que las grandes iniciativas de soberanía regional –en el plano alimenticio, energético o financiero– exigen una firmeza frente al imperialismo estadounidense, que el nuevo progresismo no exhibe.
Inconsistencias frente a Estados Unidos
Estados Unidos es el enemigo histórico de la unidad latinoamericana. En la última centuria, ha saboteado todas las iniciativas de gestación de un bloque regional que amenazaría su dominio del patio trasero. Ejerce ese control a través de entes digitados (OEA) e impulsa alineamientos derechistas (Grupo de Río) para socavar los organismos autónomos de América Latina.
La institucionalización de la Celac es frontalmente rechazada por Washington, que teme perder la tradicional gravitación de la OEA. Esa institución apadrinó todos los golpes militares, judiciales, mediáticos y parlamentarios de los últimos años, y habitualmente es convocada como árbitro para dirimir los conflictos internos. Cumple un rol particularmente activo en la inspección de las elecciones, como entidad legitimadora de la validez de los comicios. Maduro propuso que la Celac reemplace a la OEA en esas funciones y obtuvo ciertos guiños, pero no el sostén efectivo de los restantes mandatarios.
Estados Unidos observa con gran disgusto la eventualidad de acciones económicas coordinadas de América Latina. No solo rechaza la presencia en la región de los competidores europeos o asiáticos, sino también las iniciativas de los rivales de capital local. Siempre ha promovido la asociación subordinada de las clases dominantes de la zona y obstruye cualquier coordinación estatal fuera de su control. En particular, resiste las propuestas auspiciadas por alguno de los tres países medianos de la región.
Desde el fracasado intento de forjar un tratado panamericano bajo su directa supervisión (ALCA), Estados Unidos optó por suscribir acuerdos bilaterales. Pero el único convenio significativo que logró consumar se desenvuelve en el hemisferio norte. Desde allí, motoriza proyectos para todo el continente. El T-MEC con Canadá y México es su único instrumento económico efectivo para contrarrestar los intentos latinoamericanos de integración.
Su apuesta más reciente es la extensión del T-MEC a los países predispuestos a suscribir nuevos TLC con el gigante del norte. Ya promueve el inicio de esas negociaciones con Ecuador, Uruguay, Paraguay y República Dominicana. Con estas iniciativas, espera lanzar un proyecto más abarcador de competencia regional con China (Alianza de las Américas para la Prosperidad Económica).
Washington promociona la conveniencia de unir negocios bajo su padrinazgo, subrayando los inconvenientes de la convergencia regional. Pero esa publicidad olvida las nefastas consecuencias de la ponderada protección yanqui. Un siglo de dependencia, subdesarrollo y pobreza aportan suficientes pruebas de las secuelas de cualquier modelo acordado con el Norte.
Claudio Katz es economista y profesor de la cátedra “Economía para historiadores” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y de la Facultad de Ciencias Sociales e investigador del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Coordinó grupos de trabajo de CLACSO y es miembro del Instituto de Investigaciones Económicas de Argentina.
Fuente: https://vientosur.info/los-dilemas-regionales-del-progresismo/