Por María Eugenia Camus
El 18 de noviembre de 1974 poco, antes del mediodía, Diana y Luis salieron de su casa de Rosita Renard, a pocos metros de aquí dirigiéndose a Avenida Ossa. Hacía poco se habían mudado a este tranquilo barrio y estaban felices con este lugar. Eran tiempos muy difíciles más aun para ellos, militantes clandestinos del MIR.
Desde el Golpe de Estado estaban dedicados en cuerpo y alma a reorganizar la lucha de resistencia, sorteando peligros y persecuciones. Ese año, la represión se había acentuado y muchos de sus compañeros eran detenidos con paradero desconocido. A pesar de todas las dificultades, querían construir una vida juntos, incluso agrandar la familia. Y el anhelado sueño de Diana, desde hacía tiempo, se había cumplido: estaba embarazada y sumado a su valentía, optimismo y energía desbordante, le daba fuerza para ser madre en la dura realidad del Chile de Pinochet.
Acordaron juntarse en la casa para almorzar. Luis caminó a tomar micro y Diana a buscar un taxi. Ninguno se dio cuenta de las dos camionetas estacionadas con con 6 sujetos malagestados que los observaba. Se despidieron con un beso. No podían imaginar que sería la última vez que se verían. Uno de los sujetos que los espiaba, rubio de bigote y aspecto de soldado de Hitler, ordenó iniciar la operación. Era Miguel Krasnoff Marchenko, uno de los más grandes criminales de la historia chilena.
Algo debe haber sentido o percibido Diana ya que sorpresivamente los vio y corrió con todas sus fuerzas. Una balacera nutrida con ella como blanco, detuvo su carrera y cayó mal herida al suelo. De inmediato los agentes de la Dina la tomaron, esposaron, vendaron sus ojos y la arrojaron al vehículo en marcha. Seguramente desde las casas, algunos de los vecinos fueron testigos del secuestro, pero nadie salió a la calle. El miedo lo paralizaba todo y en este lugar, mi amiga Diana, esa bella y joven mujer de 24 años inició su doloroso calvario.
La conocí a sus 21 años, cuando llegó a trabajar como periodista a la revista “Onda” de Quimantú, el emblemático proyecto editorial del gobierno de la Unidad Popular, inédito en América Latina que significó triplicar la lectura en todo el país; la creación de revistas para jóvenes, mujeres, investigadores, educadores al que fuimos convocados jóvenes periodistas, escritores, diseñadores con ganas y energías de cambiar el mundo. Ella venía de Periodismo de la Universidad Católica. Yo de la Chile. Ambas –entusiastas integrantes del movimiento de la Reforma y de las movilizaciones estudiantiles de fines de los 60- juntamos nuestras ganas para desarrollar ese proyecto periodístico innovador. No fue casual que optáramos por el periodismo: creíamos que es una responsabilidad, con la sociedad, informar lo que sucede, con las armas de la verdad, moleste a quien moleste.
Diana, de origen judío quiso conocer el país de sus antepasados y en 1967 viajó a Israel para vivir y formar parte de un kibutz. El conflicto bélico conocido por La Guerra de los Seis Días, lanzado por los gobernantes de Israel contra Egipto, Jordania, Irak y Siria (con la anuencia de Estados Unidos) y en la que Tel Aviv –militarmente superior- venció en apenas una semana, había llegado a su fin. El vencedor había ocupando la península de Sinaí y los Altos del Golán con un claro sentido imperialista, que Diana no compartía.
De su experiencia en el kibutz aprendió prácticas como la importancia de la organización para trabajar con sentido comunitario, la participación en la toma de decisiones y el rol de las mujeres en permanente desarrollo para ganar espacios. Esto influyó en su decisión de tomar posición en el plano político y a su regreso a Chile entró al MIR. Comenzó su trabajo político en la toma de La Bandera, organizando a las pobladoras que exigían un rol mayor en la defensa de sus terrenos, cuestión que para muchos de sus compañeros, marcadamente machistas, era considerado una locura.
Recordarla y escuchar nuevamente su risa fuerte, llena de vitalidad y optimismo que llenaba el espacio es una sola cosa. Con mi amiga Diana, la periodista, compartimos escritorios en la sala de redacción de la revista “ONDA” e intensas jornadas en ese segundo piso de la gran casona de la Avenida Santa María. Hicimos periodismo, sin restringirnos en pautas y contenidos: la gira de Fidel Castro a Chile, el Festival de Viña, la policía por dentro, reportajes de investigación y entrevistas a autoridades y artistas. Su audacia y sentido del humor la llevó a postular como corista en el legendario Bim Bam Bum cuando decidió contar a vida cotidiana y la realidad de esas mujeres que la adoraron y lamentaron que no se integrara a la revista como vedette, ya que quedó seleccionada.
Conocí y valoré a Alba, la mirista. Esa joven militante con una entrega apasionada y responsable que dividía su tiempo entre el trabajo profesional y político, como si el día tuviera más de 24 horas. Tenía energía para disfrutar la vida en todas sus dimensiones. Con una inmensa capacidad de amar, de entregarse, de comprender y perdonar, si su elegido no era capaz de amarla de la misma forma. Fue una gran compañía durante mi primer embarazo, era maternal por esencia y uno de sus grandes anhelos era ser madre. Por más que trate de recordarla triste en alguno de sus momentos difíciles, solo me aparece su sonrisa, su sentido del humor y su generosidad infinita para preocuparse del otro.
El Golpe significó muchos quiebres y dolores. Uno de los más fuertes fue la pérdida de esa cotidianeidad con los amigos. Nos vimos muy pocas veces después de ese fatídico día, pero siempre pensé y tuve la esperanza, de que nos reencontraríamos. Diana-Alba se convirtió en Úrsula en la clandestinidad. No pudimos compartir ni conversar lo nuevo que le estaba pasando. Tampoco su felicidad cuando supo que sería madre. Una muestra más de su coraje y amor por la vida. No pude cuidarla, como ella hizo conmigo.
Lamento no haberle trasmitido antes mis prejuicios con una de las personas que trabajaba con ella en el MIR, que se decía su amiga, pero que no lo era. Un ser oscuro y resentido a quien Diana protegía, ayudaba y escuchaba. Marcia Gómez, colaboradora de la DINA y conocida en el MIR como “Carola”, actualmente jubilada del Ejército por sus servicios en Inteligencia, había sido detenida sin que Diana lo supiera. No tuvo ningún escrúpulo en reunirse con ella en un sector de La Reina, darle un punto falso aquí donde estamos ahora, para encontrase el 18 de noviembre de 1974. Ella no llegó, si lo hicieron sus nuevos jefes: los agentes de la DINA.
Úrsula, herida fue llevada al cuartel de José Domingo Cañas, donde fue torturada por el mismo Krasnoff . Testimonios de sobrevivientes dan cuenta de su ensañamiento y crueldad, la que se acentuaba a medida que Diana agonizaba sin que de su boca saliera una sola palabra. “No solo es comunista esta perra, sino que además es judía… hay que matarla”, fueron las palabras del asesino que escucharon otros agentes que entregaron estos antecedentes a la justicia. Agónica fue llevada a la Clínica Santa Lucía donde Krasnoff le quitó la vida. Su cuerpo fue trasladado en una camioneta hasta Villa Grimaldi y Marcelo Moren Brito, jefe de ese centro del terror ordenó que se la llevaron, “al lugar que ustedes conocen” le dijo a dos agentes que cumplieron la orden. Hasta hoy, el que, jamás han entregado esta información.
Han pasado 50 años desde que mi amiga Diana, la audaz, bella, creativa periodista, Alba/Úrsula la luchadora comprometida, valiente y solidaria, llena de energía, dejó de caminar por las calles que tantas veces recorrimos. Pienso en que estaría ahora y la imagino escribiendo, opinando, criticando y aportando. La imagino riendo, jugando con sus hijos y mirándolos con ternura. La imagino indignada con la pérdida de vidas de los miles de niños de Gaza y el horror que viven sus familias, con la resurrección del negacionismo de la Derecha que quiere limpiar sus crímenes y complicidades con un discurso agresivo y amenazante homenajeando a seres tan cobardes como el criminal que la asesinó sabiendo que estaba embarazada. Pero también la veo en los rostros de tantas mujeres, de todas las edades que han ganado muchos espacios y que, con valentía denuncian atropellos injusticias y abusos denunciando a los abusadores, aunque estén en posiciones de poder.
Me siento privilegiada y es un orgullo haber sido su amiga. Es necesario que su vida y testimonio se conozca y que su sonrisa contagie a las generaciones que la han precedido. Por eso agradezco a quienes incansablemente trabajan por preservar y reconstruir la memoria, especialmente en esta fecha cuando se cumplen 50 años que dejé de verte.