Vijay Prashad
Winston Churchill escribió en 1919: “Estoy totalmente a favor de utilizar gas venenoso contra las tribus incivilizadas”. En aquel momento, Churchill que, como Secretario de Estado Británico para la Guerra y el Aire se enfrentaba a la rebelión kurda en el norte de Irak, argumentó que el uso de gas “infundirá un terror intenso y, al mismo tiempo, no dejará efectos permanentes graves en la mayoría de lxs afectadxs”.
Francia fue la primera en recurrir a la guerra con gas, concretamente gas lacrimógeno en agosto de 1914 (durante la Primera Guerra Mundial), seguida por Alemania que utilizó cloro en abril de 1915 y fosgeno (que penetra en los pulmones y provoca asfixia) en diciembre de 1915. El hombre que ideó el uso del cloro y el fosgeno como armas, el Dr. Fritz Haber (1868-1934), ganó el Premio Nobel de Química en 1918. Por desgracia, el Dr. Haber también fue quien desarrolló los insecticidas cianhídricos Zyklon A y Zyklon B, este último utilizado para matar a seis millones de judíos en el Holocausto, incluidos algunxs miembrxs de su familia. En 1925, el Protocolo de Ginebra prohibió “el uso en la guerra, de gases asfixiantes, tóxicos o similares y de métodos bacteriológicos”, lo que refutaba la afirmación de Churchill de que tales armas “no dejan efectos permanentes graves en la mayoría de los afectados”. Su apreciación no era más que propaganda de guerra que desprecia la vida de pueblos como las “tribus incivilizadas” contra las que se desplegaron estos gases. Así lo escribió un soldado indio anónimo en una carta a su hogar alrededor de 1915, mientras a duras penas avanzaba entre el barro y el gas en las trincheras de Europa: “No piensen que esto es la guerra. Esto no es la guerra. Es el fin del mundo”.
Al finalizar la guerra, Virginia Woolf escribió en su novela La Señora Dalloway sobre un ex soldado que, sobrecogido por el miedo, dijo: “El mundo vacilaba, se estremecía y amenazaba con estallar en llamas”. Este sentimiento no sólo es válido para el trastorno de estrés postraumático de este veterano de guerra. Es como se siente la mayoría de la población, asediada por el miedo a un mundo envuelto en llamas y sin poder hacer nada para evitarlo.
Esas palabras tienen eco hoy en día, cuando las provocaciones de la OTAN en Ucrania ponen sobre la mesa la posibilidad de un invierno nuclear y Estados Unidos e Israel cometen un genocidio contra el pueblo de Palestina ante la mirada horrorizada del mundo. Recordar hoy estas palabras hace que uno se pregunte: ¿podemos despertar de esta pesadilla que ha durado un siglo, frotarnos los ojos y darnos cuenta de que la vida puede continuar sin guerras? Tal asombro es fruto de un arrebato de esperanza, no de una evidencia real. Estamos hartos de la masacre y la muerte. Queremos el fin definitivo de la guerra.
En la XVI cumbre del BRICS, celebrada en octubre, los nueve miembros emitieron la Declaración de Kazán, en la que expresaron su preocupación por “el aumento de la violencia” y “los continuos conflictos armados en distintas partes del mundo”. El diálogo, concluyeron, es mejor que la guerra. El tenor de esta declaración se hace eco de las negociaciones de 1961 entre John McCloy, asesor de control de armamentos del presidente estadounidense John F. Kennedy, y Valerian A. Zorin, embajador soviético ante las Naciones Unidas. Los Acuerdos McCloy-Zorin sobre los principios acordados para el desarme general y completo establecieron dos puntos importantes: en primer lugar, que debía haber un “desarme general y completo” y, en segundo lugar, que la guerra ya no debía ser “un instrumento para resolver los problemas internacionales”. Nada de esto figura en la agenda del día, ya que el Norte Global, con Estados Unidos a la cabeza, respira fuego como un dragón furioso, sin voluntad de negociar de buena fe con su adversario. La arrogancia que se instaló tras el colapso de la Unión Soviética en 1991 permanece. En su conferencia de prensa en Kazán, el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, declaró a Steve Rosenberg, de la BBC, que los líderes del Norte Global “siempre quieren ponernos [a los rusos] en nuestro lugar” en sus reuniones y reducir a “Rusia al estatus de un Estado de segunda clase”. Es esta actitud de superioridad la que define las relaciones del Norte con el Sur. El mundo quiere la paz, y para la paz debe haber negociaciones de buena fe y en igualdad de condiciones.
La paz puede entenderse de dos maneras diferentes: como paz pasiva o paz activa. La paz pasiva es la que existe cuando hay una relativa ausencia de guerras, pero los países de todo el mundo siguen aumentando sus arsenales militares. En la actualidad, el gasto militar desborda los presupuestos de muchos países. Incluso cuando no se disparan armas, se siguen comprando. Eso es paz pasiva.
La paz activa es aquella en la que la valiosa riqueza de la sociedad se destina a poner fin a los dilemas que enfrenta la humanidad. Una paz activa no es sólo el fin de los tiroteos y los gastos militares, sino un drástico aumento del gasto social para acabar con problemas como la pobreza, el hambre, el analfabetismo y la desesperación. El desarrollo – es decir, la superación de los problemas sociales que la humanidad ha heredado del pasado y reproduce en el presente – depende de una condición de paz activa. La riqueza, producida por la sociedad, no debe llenar los bolsillos de los ricos y alimentar los motores de la guerra, sino llenar los estómagos de la mayoría.
Queremos alto al fuego, sin duda, pero queremos más que eso. Queremos un mundo de paz activa y desarrollo.
Queremos un mundo en el que nuestros nietos tengan que ir a un museo para ver cómo era una pistola.
En 1968, la poetisa comunista estadounidense Muriel Rukeyser escribió Poem (I Lived in the First Century of World Wars) [Poema (Yo viví en el primer siglo de guerras mundiales)]. A menudo recuerdo la frase sobre los periódicos que publican “historias descuidadas” y las reflexiones de Rukeyser sobre si podemos o no despertar de nuestra amnesia:
Yo viví en el primer siglo de guerras mundiales.
La mayoría de las mañanas estaba más o menos loca,
los diarios llegaban con sus artículos desprolijos,
las noticias chorreaban de varios aparatos
interrumpidas por intentos de vender productos a los no-vistos.
Llamaba a mis amigos por otros aparatos;
estaban más o menos enojados por las mismas razones.
De a poco llegué a la pluma y el papel,
hacía mis poemas para otros no-vistos y no nacidos.
De día algo me hacía recordar a esos hombres y mujeres
valientes que ponen señales entre grandes distancias,
considerando un modo de vivir sin nombre, con valores casi inimaginables.
Cuando las luces se oscurecieron, cuando las luces de la noche brillaron más,
tratábamos de imaginarlos, de encontrar al otro.
De construir la paz, hacer el amor, reconciliar,
despertar durmiendo, cada uno con el otro,
cada uno con su propio ser. Tratábamos de cualquier modo
de alcanzar nuestros propios límites, de alcanzar nuestro propio más allá,
de abandonar los modos, de despertar.Yo viví en el primer siglo de estas guerras.
¿Puedes ir más allá de ti mismo?
Imagen principal: Uuriintuya Dagvasambuu (Mongolia), Floating in the Wind [Flotando en el viento], 2023..