Prólogo de la 3.ª edición de «Un día de octubre en Santiago», de Carmen Castillo.
La noche es negra y la lluvia azota la ciudad, despojando a los arbustos de sus últimas flores de primavera. El cansancio ha vencido el insomnio recurrente en estos tiempos sombríos en los que avanzan a rostro descubierto las fuerzas de destrucción de la vida. Me quedo dormida cuando en la bruma de las ruinas aún humeantes de la masacre un monitor de bebé suena desde una cuna vacía. Una voz de niño, clara y suave, murmura una y otra vez: «Lloro mucho, mamá…». Mi cuerpo tiembla, mi hijo sufre, mis ojos enloquecidos lo buscan; el cuarto es pequeño, el humo no deja ver. La luz roja se prende, se apaga, y escucho nuevamente: «Lloro mucho, mamá…». Fijo la mirada en el objeto que vibra, sin embargo tengo conciencia, casi en el instante mismo, de que no puedo hacer nada.
Ha muerto. Solo. No hay brazos de madre para cobijarlo, consolarlo.
La vida y la muerte, el sonido de su voz y el polvo, todo en ese sueño. No es una pesadilla, sino una visión. Me quedo quieta. Despierto. No pude morir junto a él ni morí de su ausencia.
En este amanecer de julio de 2024, el niño me habla, vive. Es una señal. No puedo fallar. He atravesado el umbral. ¿No siento nada? Esta vez una pena grande me habita, suave e inconsolable como su voz. Enlentecer el ritmo, permanecer en silencio. ¿Adónde van los niños cuando mueren? ¿Se escucha el gemido de los miles de niños asesinados en este presente de guerras y exterminios?
Charlotte Delbó me interpela con su «Plegaria a los vivos para perdonarles que estén vivos»:
«Ustedes que pasan/ bien vestidos con todos sus músculos/ cómo perdonarles/ están todos muertos/
Ustedes que pasan y beben en las terrazas/ son felices ella los ama/ mal humor problemas de dinero/ cómo perdonarles que estén vivos/ cómo se harán perdonar por esos que están muertos/ para pasar/ bien vestidos con todos sus músculos/ para beber en las terrazas/ para ser más jóvenes en cada primavera/
Se los suplico/ hagan algo/ aprendan un paso/ un baile/ algo que los justifique/ que les dé derecho/ a ir vestidos con su piel y su cabello/ aprendan a caminar y a reír/ porque sería una estupidez/ al final/ que tantos hayan muerto/ y que ustedes vivan/ sin hacer nada con su vida».
Volver a mirar el fragmento de esa cuna, el polvo, las astillas que la cubren, la luz roja de la alarma que titila una y otra vez. No dejar que la voz del niño se extinga, devolverle cada mañana, cada anochecer, su nitidez. No extraviar el eco de su dolor, aquel que hace añicos el confortable letargo de una fuga inútil tras el olvido.
Nada es nunca azar. Llevo cinco años intentando desenterrar el recuerdo. Gestos, manos que escarban, pies que caminan hacia el espacio tiempo de los hechos, y en el camino la ternura y la fuerza de los encuentros. Maya, mi amiga artista, ha comenzado a retirarme la máscara. «Las máscaras no mienten», murmura. Un cuerpo esculpido de pérdidas, la piel al descubierto siente el mandato, persistir en extraer la tierra que encubre la desmemoria para ir reescribiendo este recuerdo que no ha envejecido. No hay final ni puerto de llegada en este camino.
Resta atravesar capas, remover y esparcir la tierra hasta tocar en el fondo del agujero negro el huidizo reflejo de un recuerdo. Resta despejar la mirada de escombros y basura; los ojos sin la memoria no ven nada. Resta mostrar a la persona que busca, mi persona, despojada de artificios, osando una cierta desnudez. Resta dar una forma al acto de hacer memoria. ¿Cómo será ese siempre inacabado rito capaz de tejer el alma de nuestros muertos a los hilos de nuestras vidas?
Creo que nada puede reparar ni la vida ni a las personas. ¿Tal vez solo esbozar un horizonte de sentido a nuestros sufrimientos? Lo que me toca, a la escala de mi vida activa, a esta edad avanzada, es ir a buscar al niño y traerlo junto a su padre, Miguel Enríquez, a tierras chilenas. En esta senda sinuosa, lo que intento es encontrar una fuerza capaz de hacer frente a los golpes del presente y a lo por venir. Por supuesto que esta minúscula acción individual no acabará con la maldición que ha pesado, pesa y pesará sobre generaciones dada la impunidad y la carencia de historia. El desastre íntimo que el fascismo provoca es la última parada en la que me detengo. ¿Una cuestión de transmisión?
Volver a esa madrugada, a esas imágenes y a su voz. ¿Por qué no he huido despavorida? ¿Por qué esa quietud? Al enderezarme he abierto las persianas; desde la ventana del cuarto, el muro azul me devuelve los últimos resplandores de la danza amorosa de las luciérnagas. Volver la vista atrás, volver a mirar una y otra vez, apacigua. ¿He vencido a las criaturas maléficas de la culpa y el resentimiento? ¿He logrado escuchar a las madres doloridas, a los niños muertos? ¿He logrado salir de mí misma para escuchar a mis hijos vivos, a mis amigas sobrevivientes, a sus hijas, a los humillados, a los golpeados, a los torturados, a los perseguidos, a los explotados? Esa escucha se juega cada día, en el instante. No hay garantía alguna de permanecer contra viento y marea junto a los oprimidos.
La intensidad de vida de nuestra juventud, cortada brutalmente por el golpe de Estado, renació en las múltiples experiencias de nuestra revuelta-acontecimiento de octubre de 2019. Durante meses, los muertos y los vivos se abrazaron, lucharon y bailaron juntos, creando una comunidad de los sin comunidad. Fue en medio de la fiesta popular que transmutó en fuerza colectiva el dolor de la pérdida –no el hecho de la muerte de nuestro hijo, Miguel Ángel–, sino el haber sentido el dolor hasta el desmayo, días antes, en la penumbra de una consulta médica.
El niño, no aún «mi niño», se deslizó en el cuerpo de uno de los angelitos que ornaban los muros de Santiago, cantando la desobediencia y la alegre dignidad. El niño juega travieso, ayer y hoy, junto a miles de otros angelitos, aquellos niños asesinados en estas guerras capitalistas de todos contra todos. Ellos saben que han triunfado y nos lo dicen. Los criminales se pavonean, ignoran que el pantano de sangre ardiente los tiene atrapados. Resistiremos.
El verso de Louise Glûck, enviado por una amiga, dialoga con mi estado.
«Llegó un viento y se fue, destrozando la mente.
Ha dejado una extraña lucidez en su estela.
Qué privilegiada eres por aferrarte aún
con pasión a lo que amas:
perder la esperanza no te ha destruido.
Maestoso, doloroso.
Esta es la luz del otoño; viene hacia aquí.
Es sin duda un honor acercarse al final
creyendo aún en algo».
En este amanecer de julio, susurro el Rin del angelito, y el sol comienza a iluminar el pequeño balcón florido. Un silencio denso y maravilloso crece mientras se desvanecen las figuras de mis queridos espectros sobre el extenso muro azul que encandila, sí, azul, como el azul de los muros de la casa de calle Santa Fe.
Si traigo la voz de mi hijo surgida de la bruma en este presente, el cántico de Miguel Ángel, nuestro Bauchita, herido el sábado 5 de octubre de 1974 en Santiago, nacido en Cambridge el 29 de diciembre de 1974 y fallecido en la misma ciudad el 29 de enero de 1975, es para intentar esbozar a la sobreviviente que dejó de ser madre durante décadas. En la ceguera de la culpa de estar viva, no tuve conciencia del doble crimen sufrido por Miguel. Su muerte y la de su hijo. Y menos pude comprender que los criminales también habían matado a la madre.
Muerta la madre, quedó el cuerpo. El cuerpo, un envoltorio sin alma al inicio, y luego, poco a poco, un personaje seguido de otro y de otro, múltiples rostros. Uno de ellos escribió este libro. Cada palabra, cada línea, es de mi exclusiva responsabilidad.
En esa época, fines de los 70, otro mundo, otro tiempo, la mujer de 32 años detuvo un instante la fuga para luchar contra su desmemoria, proceso irremediable desde el momento en que el instinto monstruoso de la sobrevida se desató. Aposté a despedirme de la usurpadora, me retiré de la militancia orgánica, me ofrecí al lujo de crear un archivo personal y busqué palabras en la lengua del exilio para relatar momentos de ese pasado común. Sin pedir permiso, tomando testimonios, memorias de compañeras y compañeros, construí este relato subjetivo. En ese tiempo no sabía que era imposible este ejercicio de representación sin una escritura egoísta capaz de ayudarme a soportar la pena.
El torrente de recuerdos que amenazaba acabar con el último soplo de vida me empujó a destruir toda nostalgia mortífera. La vida anterior lo exigía. La queja victimaria era impotencia, sobrevida y no existencia. Una urgencia más imperiosa que el sentido común dominante en la militancia de esa época me llevó a la transgresión.
Desde mis primeros pasos en el compromiso revolucionario creo no haber confundido la exigencia de responsabilidad con el culto al sacrificio. Nada de sacrificial o de heroicidad en mi formación ni después en mi experiencia militante. Solo una profunda admiración ante el coraje, virtud de la fragilidad, las convicciones sólidas nacidas al fragor del estudio y las luchas, sin biblia ni dogmas. En esos años de vida política intensa no eran los héroes quienes nos nutrían, era la imaginación popular tangible, eran personas, pueblos, sus resistencias, sus errores y muchas veces sus derrotas, más aleccionadora que tantas victorias. Me enamoré de esa manera de ser y de hacer mundo, la risa y la ternura en los vínculos fraternales.
Pensaba y sigo afirmando que el culto a la muerte y al sacrificio nada tienen que ver con el pensamiento y la praxis del MIR. Es en consciencia, difusa aún en esos tiempos, que me detuve en las vivencias de la cotidianidad de una vida clandestina, vigor y fervor, y en los múltiples gestos de resistencia frente a la máquina de matar. En el espacio tiempo de los lugares secretos de tortura, donde avanza la noche que no conoce alba, ni héroes ni traidores. El solo hecho de que algunas, algunos, hayamos podido sin lógica razonable sobrevivir, muestra que la maquinaria del poder absoluto era y será siempre imperfecta.
Miguel Enríquez no llevaba la muerte en sí mismo, todo en él era músculo, flexibilidad y sentidos, y podría enumerar una larga lista de proyectos, todos sensatos. La muerte provino de una voluntad extranjera a su cuerpo.
A cincuenta años de su combate por la vida, vuelvo a mirar para vislumbrar en esta oscuridad esa luz incierta, titilante y a menudo débil que irradian algunas personas en sus vidas y sus obras.
La desesperación siempre contiene una pizca de esperanza. La loca esperanza de un encuentro entre el antaño y el ahora capaz de liberar algún bosquejo para nuestro futuro consciente. El reino del odio a la igualdad no es la última estación de la aventura humana. ¿Una hoguera en el desierto? ¿Por qué no?
Carmen Castillo, agosto 2024.
Extracto de «Un charco de sangre se extiende por el suelo», página 95.
Un charco de sangre se extiende por el suelo de madera de la sala, entre el escritorio de Miguel, la puerta-ventanal y el mueble bajo de Javier donde se guardan los discos. Allí fue donde la abatieron, cuando seguía los pasos de Miguel hacia el garaje. Debió ser quince minutos después del inicio del enfrentamiento.
Solo sintió un golpe, un golpe lancinante y punzante, y luego nada. El brazo derecho se le retorció, doblado en dos, y brotó la sangre. La visión no duró más que un instante, pues ella volvió la cabeza a otro lado. Cerró los ojos. El Coño Molina corría de la pieza que daba sobre la acera hacia el patio y se cruzó con ella; debió decir algo como: «Te dieron»… y siguió de largo. Fue lo que ella escuchó antes, antes de que el cuerpo reblandecido se viniera abajo. Lasitud y somnolencia, mansedumbre. Sin moverse, levantó la mirada. A Miguel también, pensó, un raudal de sangre delgado, muy delgado, le corre de la mejilla izquierda.
No vio nada más. Deseaba estirarse, alargarse, arrastrarse hasta él. Entre ellos no había más que la distancia de un cuerpo, y la puertaventanal estaba abierta de par en par. Se apoyó en la mano izquierda, incorporó el torso y volvió a desplomarse, hundiéndose en las sombras. Mucho tiempo. Pero no lo sabe.
El ojo en la mira, él descarga su metralleta. Ahora se repliega. Comienza de nuevo, observa, apunta y dispara. Es Miguel, que no cede y no se resigna, que resiste.
Ella se durmió serenamente. No lamentaba nada. Se habían dicho todo y no habían calculado nunca el cómo ni el cuándo; habían vivido, tan hondamente, juntos. La muerte parecía tan lejana, como una persona que se conoce bien pero a la que hace mucho tiempo que no se ve. No sorprende la muerte. Un día tenía que llegar. No sintió más que una pena dulce. Como todos los días, antes de abandonar el ensueño. Después, cuánto tiempo después, él se le acerca. Ella no lo ve venir. Se inclina sobre ella y la desplaza detrás del mueble bajo y largo. No debe quedar al descubierto: las astillas vuelan por el cuarto y los tiros la rozan. La toma, sí, me toma, sus manos… ha debido dejar el arma sobre las rodillas, y me besa y me habla. Por un instante la metralleta descansa a sus pies: Catita, despiértate. Catita…
No, ella jamás pronunciará esas palabras; callará. Imágenes indefinibles que solo a ella le pertenecerán. Mientras viva.
Un pesado silencio cae sobre la casa celeste de Santa Fe. Nadie. Supo que estaba sola. Afuera se oían gritos, jirones de órdenes, explosiones metálicas; polvo. Las detonaciones iban espaciándose y las siguió un momento de calma. Puños que azotaban la puerta, luego, madera crujiendo, la puerta desplomándose y pasos, pasos que corren, piernas negras.
Un hombre la tira del cabello, le echa la cabeza hacia atrás, le vuelve la cara y la abofetea. Tres dientes se quiebran. El hombre le espeta: «Tú eres Ximena, hija de puta…». Otra voz, rostro sin ojos: «Está herida y embarazada, hay que evacuarla».
Los hombres la llevan, arrastrándola, hasta la esquina. Calzado negro y culatas de metralletas la rodean. Divisa a lo lejos, tan lejos, a los vecinos. Alguien exclama: «¡Hay un muerto!». Los helicópteros hostigan y ahogan las voces. Un dolor mezclado con temor la embarga.
La imagen borrosa se diluye, y esto me atormenta. El sábado 5 de octubre de 1974, un día tibio, ¿qué ropa llevaba? La blusa de embarazo de Paula y un pantalón azul marino. Creo. No tiene la menor importancia. En la calle había una mujer que se adormecía. Vestía así pero, como en una foto, no puedo traspasar la imagen, entrar adentro, introducirme en ese cuerpo. ¿Había sangre por todas partes, una mancha desde la casa hasta la vereda? De la sangre y el sufrimiento no sé nada. Nada.
El Hospital Militar se encuentra en el cruce de Los Leones y Avenida Providencia.
No distingue nada aún, nada que no sean piernas negras y blusas blancas. Está sola en una habitación oscura, con el aparato de rayos X encima de ella, y suplica: «Por favor, cuidado con el bebé». Una voz profesional le contesta: «Como si pudiéramos ocuparnos de él».
Cuando las luces se apagan, se palpa el vientre. Alguien enciende un foco sobre sus ojos y ella se pone rígida. Ahí están esos dos hombres detrás. Uno le parece un gigante de cabello crespo, muy corto; lleva un chaquetón beige, cuello café oscuro, que realza su porte robusto. Habla con un tono tajante, como oficial prusiano. El otro es regordete y un poco calvo.
–Así que tú eres la… ¿te hacías llamar Ximena, no?
–¿Dónde está Miguel?
Un silencio.
–Se fue.
–Huyó, está bien, se salvó…
Una sonrisa u otra cosa le transforman la expresión. La voz dice:
–Murió.
De pie sobre el muro de adobe, a cien metros de la casa celeste de Santa Fe, Miguel gritó: «¡Detengan el fuego… ¡Hay una mujer embarazada, herida!». Los hombres al acecho se irguieron y avanzaron sobre la humilde casa. Miguel saltó el muro y empuñó el arma: una ráfaga de metralleta desgarró el aire. De todas partes resonaron balazos. La mujer que lava la ropa lo vio a través de la rendija de los tablones. Miguel disparó una ráfaga. Miguel se desplomó sobre la artesa, el lavadero.
–¿Dónde estaba herido Miguel?
–El pecho acribillado. Una bala en la cara. Estaba muy cambiado Miguel.
Los hombres no lo reconocieron. Hubo que tomarle las huellas digitales.
¿A qué se debe que todavía estuvieran allí?
¿Por qué todavía estaban en esa casa? ¿Cuánta gente había?
Por lo menos veinte. El combate duró dos horas y media.
¿Dónde están los escondites de seguridad? ¿Dónde están los refugios de los cuadros militares? ¿Y las armas?…
La Catita calla, y callará largo tiempo. Hirieron de muerte a Miguel. Miguel. Ignoran que una esquirla de granada lo alcanzó a los quince minutos de iniciarse el enfrentamiento, y no vieron el hilo rojo que le corría por la mejilla, y nunca sabrán que peleó solo, solo durante más de dos horas, con su metralleta AK ardiendo y los cargadores de cuarenta disparos. Se calla, y se callará. No sabrán nunca, nunca, que ella lo vio. Que él le habló. Cuidará ese secreto frente a ellos. Esto no podrán mancharlo.
–¿Cómo dieron con la casa?
–Un croquis del lugar y algunas pistas: tu embarazo, una Renoleta roja, el sector de la ciudad, los puntos de contacto… un rastreo sistemático y, la mañana misma del sábado 5 de octubre, la casualidad: la panadería, el cuento del bolso olvidado en el taxi, el retrato hablado de tu cara… los dos pisos y el verde esmeralda de la casa de enfrente…
–¿Dónde está el Chico?
–Murió recién, hace unos días.
–Lo asesinaron.
–Una hemorragia, un momento de descuido, una negligencia…
es una lástima.
–Y Luisa ¿cómo está?
–Triste, a causa de Miguel.
Un hombre le muestra una foto de Miguel, la que utilizaba la DINA con sus pesquisas. Miguel tiene el mechón lacio que le cae sobre los ojos, de lado.
–Déjemela.
Ese oficial era el coronel Contreras.
La operación se llevó a cabo y el interrogatorio continuó. El brazo se salvará; la mano está ahí, insensible pero intacta. No tenía de qué quejarse, la suerte seguía de su lado. Noche de pesadilla la primera noche de cautiverio, ya se sabe lo que es. Con el amanecer adviene el apremio de entender lo que ha sucedido y el miedo de lo que sucederá. Miguel, ¿dónde está? Unos hombres vestidos de negro entran en la sala esterilizada seguidos por el médico jefe del hospital, Patricio Silva, un médico cómplice cuyo aplomo burlón tiñe todos sus gestos. «Se encuentra en perfecto estado. Hay que trasladarla al piso previsto».
Habitación de paredes blancas, de dos metros por cuatro, con una cama de barrotes de metal y una mesa de noche. Se apostan, en corredores y escaleras, soldados uniformados. El hospital está sometido a estrecha vigilancia. El segundo o tercer piso parece haber sido evacuado. Nunca verá a otros enfermos y no percibirá el menor signo de la cadencia hospitalaria normal.
Marcelo Moren y Osvaldo Romo, el capitán y el lugarteniente, franquean la puerta aparatosamente. Uno mide casi dos metros, cabello negro, nariz gruesa, mirada penetrante, de unos cuarenta años. El otro es gordo, el pelo reluciente de brillantina, un vulgar farsante de medio pelo; está tan orgulloso de haber chaqueteado, antiguo poblador de Lo Hermida convertido en personaje.
Violento y obtuso, Marcelo Moren apoya los codos en la mesa de los medicamentos, saca pluma y papel y exige: «Ahora vas a largar todo… habla».
Ella no ve más que el estuche de cuero fino, más que la pequeña metralleta Scorpio de Miguel en la mano de este hombre.
–Un arma excelente…
–Tenían ustedes unas muy buenas… gracias por las cámaras fotográficas.
Habían saqueado la casa azul celeste de Santa Fe. Habían hurgado en papeles y recovecos, manoseando cada objeto. Durante meses exhibieron su botín.
Carmen Castillo Echeverría es historiadora de formación. Inicia su trabajo de cineasta en el exilio a comienzo de los ochenta. En sus variada filmografía destacan los relatos «Calle Santa Fe», «La Flaca Alejandra» y «El país de mi padre». Compañera de Miguel Enríquez, embarazada de siente meses, es herida de gravedad en el combate del 5 de octubre de 1974. Detenida en el Hospital Militar, es expulsada del país gracias a una importante campaña internacional encabezada, entre otras mujeres, por Angela Davis y Simone Signoret. Su hijo, Miguel Ángel, nace en Cambridge el 29 de diciembre de 1974 y muere, como consecuencia de las heridas, el 29 de enero de 1975. Hoy, Carmen vive entre Santiago y París.